Hace hoy un año me despertaba en Barcelona. Había llegado en un tren nocturno, con el tiempo justo de tener una reunión fugaz y cenar cualquier cosa. Recuerdo que no tenía hambre. Recuerdo que estaba nerviosa. Recuerdo que dormí mal y me desperté media docena de veces, hasta que abrí los ojos cerca de las siete de la mañana y me puse en marcha con una mezcla de expectación y desasosiego.
Vivíamos la resaca del uno de octubre, que pasará a la historia como una fecha nefasta de memoria triste, en la que se pisotearon todas las bases de un estado de derecho. Y alguien dijo que había que combatir la incerteza y el desánimo y nos fuimos a Barcelona.
La mañana del ocho de octubre – tibia, luminosa, amable como es a veces el otoño en España – me levanté sin saber qué iba a pasar. Sin saber si las calles iban a estar desiertas para un puñado de inasequibles, o si iba a querer el destino que más personas – diez mil, tal vez veinte mil si se producía un milagro – espoleasen el rearme moral de una sociedad con el ánimo por los suelos, humillada por los radicales, maltratada por un Gobierno débil que se resistía a actuar tras el fracaso de la “operación diálogo”.
Y así salí a la calle con mis compañeros y una pegatina con el corazón de las tres banderas (Europa, España, Cataluña). La primera sorpresa fue comprobar que las puertas de la estación de Sants se abrían para dejar paso a decenas, cientos de personas que llevaban banderas españolas. Alguien nos dijo que las carreteras que comunican Barcelona con pueblos cercanos se encontraban colapsadas con coches intentando llegar al centro. Las calles estaban tomadas por familias y grupos de amigos, por parejas de todas las edades, incluso por personas solitarias que se habían cansado de morderse la lengua y renunciar al espacio público.
Las mejores previsiones de asistencia se mutiplicaron por cincuenta: un millón de personas habían salido a la calle para recordar, en un tono festivo y con absoluta ausencia de incidentes, que Barcelona seguía siendo suya. Fue una jornada emocionante, vibrante, hermosa. Recuerdo a una mujer mayor que se me aparejó en un tramo del recorrido y me dijo, radiante, que acababa de encontrarse en la manifestación con tres vecinos de su edificio “y yo pensaba que era la única no independentista de la escalera”. Y eso fue lo que descubrieron muchos el ocho de octubre: que no eran los únicos que estaban hartos.
Cuando pase el tiempo y la historia ponga las cosas en su sitio, recordaremos el ocho de octubre como una jornada en la que algunos, muchos, aprendieron que no estaban solos. Y que tenían la obligación de plantar cara a los que querían arrebatarles su pasado, su historia y todas las oportunidades del futuro. En eso estamos…