Mi hijo mayor tiene una semana más que la princesa Leonor, supongo que por eso, cuando la vi leyendo el primer artículo de la Constitución con motivo de su decimotercer cumpleaños, me quedé patidifusa.
Niña con pelo impecable y vestido inmaculado, sube a la tarima y recita con suma perfección varias frases, mientras se dirige, sonriente, al público.
Esa corrección infinita, para la mayoría de los padres, es ciencia ficción, pero muy ficción. Me río yo de Star Wars.
No voy a entrar en el debate sobre si una criatura de esa edad debería o no participar en actos institucionales, o sobre lo triste de que, impepinablemente, no vaya a disfrutar una vida de adolescente corriente. Yo quiero centrarme en El Gran Misterio, ese que nos tiene en vela a mí y a mis amigas madres desde que contemplamos, ojipláticas, a esa niña frente a ese micrófono: ¿Cómo narices lo han conseguido? Ya, ya, que si institutrices, que si Letizia es disciplinada hasta decir basta, que si disfrutan de medios inalcanzables para el resto. Pero los que tenemos hijos sabemos que el libre albedrío asalvajado de ciertos churumbeles no responde ni a Supernanny, ni a Mary Poppins, ni a absolutamente nada que contemple la legalidad vigente. Se les cruza el cable y te la lían parda, sea en El Corte Inglés o en el Instituto Cervantes.
Quizás los Reyes hayan tenido la inmensa e improbable suerte de que Leonor saliera tranquila y aplicada del vientre materno pero, ¿tanto? Y de Sofía podríamos decir exactamente lo mismo, ahí sentada mirando atenta a su hermana con lo de la democracia y sus cosas. Yo no creo en las casualidades, aquí hay gato encerrado y yo necesito liberarlo.
Algunos intentarán aplacar mi curiosidad asegurando que los niños traviesos y llenos de mierda son mucho más divertidos. Sí, claro, para una horita. También me dirán que son más felices, pero es que nadie les ha preguntado a las princesas si son dichosas a más no poder. Por otra parte, llamadme egoísta y mala madre, pero a mí me apetece también ser feliz a tope, y convengamos que con unos retoños ligeramente más inertes, habría más tranquilidad, y del sosiego al gozo hay un paso.
Servidora, al más puro estilo Letizia, les niega las pantallas a sus retoños, les controla el tiempo de televisión, les manda a campamentos angloparlantes. Pero las princesas parecen muñequitas, y los míos, Gremlins empachándose pasada la medianoche y en remojo perpetuo.
Más que educada, Leonor parece haber sido amaestrada. Ojo, que lo escribo con la admiración que provoca lo que una no es capaz de manejar. La misma que siento por los matemáticos, los químicos y los físicos nucleares, rodeados de esas fórmulas para mí imposibles de resolver.
Este verano algunos pusieron el grito en el cielo porque Leonor le dio un ligero manotazo a su abuela. A ver qué dirían si tiraran al suelo tres maniquíes de Zara, como me ha pasado a mí. Yo no pido que mis hijos lean artículos de la Constitución, ni siquiera que vayan peinados y sin lamparones, pero sí un término medio: un desayuno sin peleas, unas notas sin disgustos, un lavarse los dientes sin tirarme de los pelos.
No sabemos cómo serán las princesitas de puertas para adentro, pero me da que el desquicie materno no forma parte de esas vidas llenas de Kurosawa y dietas sin grasa. No veo a la reina repitiendo cien mil veces que coman con la boca cerrada ¿Cómo han vencido la sordera infantil? ¿Por qué no salen poniendo jeto en las fotos? ¿Qué truco usan para que las niñas no se arreen de hostias por la calle?
Mientras termino esta columna escucho a mis hijos gritar como becerros mientras desayunan. Letizia, ilumíname, por Dios.