En un momento de Bohemian Rhapsody, la película sobre la carrera del grupo británico Queen que acaba de estrenarse, Jim Hutton le dice a Freddie Mercury: “Búscame cuando te gustes a ti mismo”. El líder de la banda lo hace, pero tarda mucho tiempo: aunque era un icono mundial, a pesar de que su talento y su carisma llenaban estadios en cualquier rincón del planeta, él no se gustó a sí mismo durante años.
Y es que cautivar a los demás y gustarse a sí mismo son asuntos muy distintos y, a menudo, resulta mucho más difícil el segundo, por complejo que sea también el primero de ellos. A veces nos esforzamos por atraer a los demás, por satisfacer sus previsibles exigencias incluso sin siquiera saber si son ciertas o si constituyen una enrevesada ficción que hemos creado; y dejamos de preocuparnos de algo mucho más importante: de convertirnos en alguien que nos fascine a nosotros mismos.
El concepto que cada uno tiene de sí mismo proviene de los condicionantes genéticos, de la educación recibida y, también, de los logros o fracasos que uno haya cosechado a lo largo de los años. O, más bien, de la interpretación que hagamos sobre nuestras dudosas victorias y no menos inciertas derrotas a lo largo de nuestra existencia.
Hace unos días Reinhold Messner, uno de los hombres que más lejos ha llegado en su profesión, recibió el Premio Princesa de Asturias de los Deportes. El tirolés, el primer alpinista que pisó las cimas de los catorce ochomiles -y lo hizo sin suministro de oxígeno suplementario-, bordeó la muerte en innumerables ocasiones. En una de ellas, bajando el Nanga Parbat, perdió a su hermano Günther. Pero ni siquiera semejante tragedia –de la que además fue acusado ferozmente- le hizo apartarse de su objetivo vital, que también fue su único amor durante años: la montaña.
Esa determinación le hizo convertirse en, quizá, el mejor montañero de la historia. Solo Jerry Kukuzca, el segundo hombre en hollar esas mismas cumbres, podría discutirle ese imaginario galardón, ya que el polaco abrió nuevas rutas, coronó montañas en invierno y todo ello lo hizo con escasísimos medios.
A Mercury, tal vez por su propia confusión sobre su sexualidad, le costaba quererse. Como Messner, se desafiaba a sí mismo sobre el escenario del modo que los alpinistas lo hacen en las montañas, en parte buscando su propia satisfacción, una que le condujera a quererse, y a comprenderse, algo más. Porque, como explicaba Mark Twain, una persona “no puede estar cómoda sin su propia aceptación”.
No es fácil amarse, pero hacerlo es “el comienzo de un romance de toda la vida”, sugería otro gran escritor, Oscar Wilde. Thich Nhat Hanh, el gran maestro zen vietnamita, agrega que no es necesario ser aceptado por otros, pero sí por uno mismo.
En su travesía más compleja, el líder de Queen, motivado en parte por las palabras del peluquero de quien se enamoró, consiguió aceptarse. Como en su misteriosa rapsodia incluida en A night at the opera, Mercury, convertido en una leyenda como él mismo pronosticaba cuando empezaba en la música, logró al final de sus días no solo hechizar a todos, también gustarse a sí mismo. Ese fue uno de sus grandes logros y, posiblemente, el más difícil de todos.