Quizá fue una casualidad, o quizá no. En una entrevista publicada este fin de semana, el ya ex ministro británico Dominic Raab explicó las razones que le han llevado a dimitir del gobierno que preside Theresa May. En su opinión, el acuerdo que la primera ministra ha alcanzado para que su país salga de la Unión Europea, y que ahora debe aprobar el Parlamento británico, es viva muestra de que May se ha dejado intimidar por los negociadores europeos. Y para expresar esto recurrió a un verbo muy concreto: bullying.
Raab evocaba así un momento estelar del nacionalismo pop británico: el discurso que pronuncia el primer ministro en la comedia romántica -y clásico navideño en muchos hogares ingleses- Love Actually. Recuerden la escena: en una rueda de prensa junto al presidente de EEUU, y después de que este hay cometido la grave afrenta diplomática de levantarle a su chica, el primer ministro proclama que "aunque seamos un país pequeño, también somos una gran nación". Luego cita a varios británicos ilustres (Churchill, Shakespeare, los Beatles) y finalmente declara: "Un amigo que nos intenta intimidar (a friend who bullies us) deja de ser nuestro amigo. Y como los bullies solo entienden la fuerza, a partir de ahora yo también seré mucho más fuerte". La música sube y a los asistentes se les arrasan los ojos.
El paralelismo ilustra un aspecto importante del Brexit. Si hay tantas posibilidades de que el Parlamento rechace el acuerdo alcanzado por May, abocando al Reino Unido a una salida abrupta de la Unión Europea en menos de cinco meses, no es solo por que la oposición esté entregada al tacticismo. La derrota de May también tendrá mucho que ver con una facción del partido conservador (hasta sesenta de sus trescientos diputados, que además cuentan con un importante apoyo mediático) que cree que el acuerdo no es lo suficientemente ventajoso para Reino Unido.
Esta facción siempre ha sostenido que el Reino Unido podía perfectamente dictar los términos de su futura relación con la UE. Bastaba con mostrarse firmes ante los sibilinos, autoritarios europeos. Y aquí entraban las invocaciones a la historia: desde los tiempos de Napoleón hasta los de Hitler, los británicos, tirando de orgullo y de valentía, han logrado resistir a aquellos bullies extranjeros que han intentado doblegarlos. Negarse a hacer lo mismo ante la gran y malvada Unión Europea sería poco menos que un crimen de leso patriotismo. ¿No dice el Rule Britannia, cantado todavía por miles de hinchas cada vez que juega la selección inglesa, que los británicos nunca serán esclavos (Britons never will be slaves)?
Así vemos que incluso un país bastante sensato puede quedar fatalmente atrapado en la imagen que tiene de sí mismo. Sí, hay razones para oponerse a ciertos aspectos del proyecto europeo; pero el Brexit siempre se ha planteado más como una cuestión de identidades nacionales que de dudas razonables. Un debate que debería haberse movido en terrenos bastante técnicos ha sido invadido desde el comienzo por lecturas sesgadas y deterministas del pasado colectivo. Solo un nacionalismo delirante puede hacer pensar que, en una negociación entre Reino Unido y otros 27 países, varios de los cuales tienen un PIB comparable al suyo, son los británicos quienes tienen la sartén por el mango. Solo una fe en el pensamiento positivo comparable a la del guionista de Love Actually haría creer que, en las relaciones internacionales, basta con ser un poco patriota para conseguir todo lo que uno quiere.
Y sin embargo, así ha sido. La idea que una parte del electorado y de las élites británicas tiene de su historia e identidad nacionales les ha llevado a equivocarse totalmente en la lectura de esta situación. Por un lado, han visto como un intento de dominación extranjera lo que sigue siendo un proyecto de cooperación internacional. Por el otro, han sobrevalorado de forma ridícula su propia fuerza negociadora, en una muestra de hybris que ahora aboca a la frustración, a las recriminaciones, a una moción de confianza contra May y quizá incluso a unas elecciones generales ¡a cinco meses de la salida de la Unión Europea!
Al final, volvemos a la importancia de calibrar bien las lecciones que extraemos de la historia: tanto la propia como la ajena. En mis clases en universidades británicas explicaba a menudo la experiencia española de 1898; ese momento en el que una élite irresponsable convenció al país de que la brava España, vencedora de Otumba y Bailén, podía derrotar fácilmente a los Estados Unidos. Explicaba aquel delirio que incluso llevó a muchos a insultar a los soldados que volvían de las escabechinas de Cavite y Santiago, convencidos de que su derrota era resultado de su falta de valentía y patriotismo, y no de la enorme superioridad económica y militar del adversario. Los estudiantes se reían.