El viernes, un grupo de cargos de Ciudadanos, con mi compañero Carlos Carrizosa al frente, visitó la población de Vilafranca. Evidentemente, Carrizosa y los demás podrían haber ido a otro pueblo, y también no haber ido. Podrían, digo, haber elegido hacer otras cosas el sábado por la mañana, como caminar por un sendero solitario, irse a la playa, o quedarse recluidos en sus casas, con la tele apagada y el teléfono en silencio para subrayar la soledad y el aislamiento.
El caso es que, en ejercicio de su suprema libertad, se fueron a Vilafranca. Allí, como siempre, les recibió la horda indepe al grito de “fuera, fuera”. También les gritaron otras cosas, claro, pero no es necesario entrar en detalles. El caso es que mis compañeros de partido se fueron a Vilafranca y un puñado de vecinos se echó a la calle para protestar por su presencia en el pueblo. A gritos. Profiriendo a alaridos y describiendo gestos amenazantes.
Mirabas a la turba y no veías monstruos ni cíclopes, sino personas normales y corrientes, de todas las edades, hombres y mujeres, jóvenes impetuosos y viejecitos apacibles, señoras y señores maduros que por unos segundos metamorfoseaban su rostro para dibujar en ellos muecas de un odio difícil de explicar y de entender. No estaban amenazando a terroristas suicidas, a asesinos de niños, a estafadores a sueldo. Increpaban a un grupo de personas que no pensaban lo mismo que ellos. Y les exigían que se fuesen del pueblo.
Me pregunto cómo se puede discutir el derecho de un ser humano a andar por la calle o a estar en un sitio concreto. Me pregunto si quienes discuten ese derecho a los miembros de un partido político se atreverían a ponerlo en solfa en el caso de personas de otra raza, otro credo, otro pasaporte. Me pregunto si la sociedad en su conjunto consentiría un comportamiento semejante, o si no se solicitaría a las autoridades la inmediata toma de medidas sobre quien gritase exigiendo la retirada de la vía pública de un extranjero, de un mestizo, de un musulmán.
Parece que determinadas muestras de violencia contra los miembros de un partido político entran dentro de lo aceptable, y no llaman al rechazo ni a la reacción colectiva, ni merecen el reproche y el desprecio de la mayoría.
Un día, cuando no tengamos otra cosa que hacer, a lo mejor podríamos dar una vuelta a este asunto y preguntar por qué la adscripción política nos pone en el disparadero con más impunidad que la raza, la religión o el pasaporte. Y por qué la sociedad ha decidido considerar miserables a quienes cuestionan a minorías étnicas o religiosas y no hace lo mismo con los que ponen en solfa el carnet de un partido.