Me gusta Houellebecq y sé que es porque no lo juzgo. Supongo que con los creadores pasa lo mismo que con el resto de personas que amamos: no las sometemos a un examen moral porque estamos muy entretenidos disfrutando de sus relieves y oscuridades, porque abrazamos completamente lo que son, porque conocemos que las miserias forman parte de una vida intensa -y no excluyen la virtud-. La literatura impúdica -y los amigos incondicionales- son la única bocanada de aire fresco con la que asoma 2019. No vienen a zarandearte con su programa político, no vienen a escupirte la perfección a la cara.
Ya sólo nos quedan los afectos y el arte para ser libres ahora que todo el mundo pelea en la plaza pública por clavarse la medalla de la bondad en el pecho, por ser intachable sobre el papel, por liderar hasta la extenuación cada causa justa. La nobleza hoy es puro márketing: basta con hacer dos retuits adecuados y revelar a la audiencia algún viejo episodio traumático -real o imaginario- que siempre erige al narrador como un héroe. Mejor: como un mártir. Hay muchos que antes que abrirse un blog o un Medium deberían probar con las venas. Son patéticos en sus ansias de protagonismo.
El resorte es infalible: ante tu frívola llamada de atención trufada de problemática social, cien o doscientas personas, conocidas o no, acudirán -impulsadas como cabras por la pena viral- a responderte en Twitter que “ánimo”, que “fuerza”, que “ojalá más seres humanos como tú”, admirarán tu “valentía” y “compromiso”, te cubrirán de emoticonos arrobados y podrás dormir esa noche con el ego bien rechoncho, sintiéndote un Nobel de la Paz versión local, un Gandhi de Alcorcón, una Rosa Parks de Malasaña.
Es tramposo y mezquino este nuevo fenómeno de la pureza sexy; aún más repugnante que esa imagen poética del ricachón que da limosna para lavar su conciencia: las propinas del acaudalado con insomnio al menos terminarán ayudando a alguien, por mucho que yo no crea en la caridad. Pero este oportunismo de apoyarse en una anécdota de dudosa credibilidad para ganar followers, aplausos y genuflexiones no beneficia absolutamente a nadie más que al ilusionado usuario que viene a las redes sociales a revelarnos su mandanga cristiana, su capacidad de poner la otra mejilla, su candidez a prueba de bombas. Son los paladines de la nada. Los community mánagers de su amor propio.
Tal vez en algún momento esa exposición fue necesaria para abordar temas tabú, pero hoy uno se conecta a Internet y le saltan, como spam, cientos de testimonios desgarradores y sobreactuados que no buscan más que casito. Algún psicoanalista diagnosticaría carencia de amor, renqueante autoestima. Un politólogo lo llamaría “recaudar votos” hacia ese partido minoritario y absoluto que es uno mismo.
Primero se pusieron de moda las fotos de libros o de museos, después llegó el pelotazo del selfie, y ahora la tendencia ganadora en redes es la pornografía emocional. Estos -y estas- jetas me recuerdan un poco a esas ancianas postfranquistas que acudían como un clavo a la misa del domingo a surfear en sus rosarios -para que las viera todo el barrio- y el lunes eran peor que Satán. Me recuerdan al ser generoso para contarlo, al pirarse a África en verano a abrazar niños famélicos y sonrientes para hacerse la foto -pero luego taparse la nariz ante el indigente del portal-. A colgar en Instagram la imagen de tu buena acción navideña con los huérfanos de la ciudad que no recibirán regalos hoy.
Estos nuevos santos son la misma basura que los racistas, los machistas, los clasistas y los insolidarios. Esta es la izquierda más arrogante e hipócrita del país: la que centra sus esfuerzos, su discurso y su tiempo en decorar su propio escaparate mientras olvida el dolor real que palpita en la trastienda. Escudan su relato en lo colectivo, pero han descubierto que en la plataforma del pájaro azul funciona mejor la historia personal: en el fondo son individualistas perfectos, capitalistas óptimos que rentabilizan su bajón, sus complejos, su amargura. No actúan en lo esencial: no hacen nada bueno que no se vea. No les importa un carajo el sufrimiento ajeno: han venido aquí a ser estrellas. Van a emocionarte hasta el like.