Pensar es siempre un engorro. Pensar sobre un problema complejo, engorro doble. Hacerlo con ánimo de encontrar una solución consistente con la dificultad del asunto, una actividad que puede conducir con facilidad al dolor de cabeza. A nadie le gusta que le duela la cabeza, si puede evitarlo. A nadie le da por pensar si no es estrictamente imprescindible, o si siente que no le van a pedir cuentas por abstenerse de hacer el esfuerzo.
Algo de eso hay en el conflicto del taxi que, simplificando mucho el relato, se ha saldado en Barcelona con la rendición de las autoridades a las movilizaciones coactivas de los taxistas y en Madrid con el desdén olímpico por parte de un presidente sin futuro y sin horizonte electoral hacia un sector al que, pasado el duodécimo día de huelga, le cuesta mantener el órdago.
Soluciones opuestas, pues, no como consecuencia de algún raciocinio o del análisis del problema, sino de la disparidad de coyunturas regionales y de determinación en quienes se sientan (o no) a la mesa de negociaciones. No parece este un argumento demasiado sólido para decidir un peliagudo deslinde de intereses contrapuestos, incidiendo en la gestión y el futuro de un servicio público estratégico para la movilidad de los ciudadanos y en el particular y efervescente mercado organizado en torno a él.
De entrada, sería bueno tener claro cómo se ve ese mercado antes de pensar en cómo ordenarlo. Hay, como siempre, quien propone la liberalización total: una solución que parece dudosa dado el servicio de que se trata, y que tiene que ver, entre otras cosas, con los coches que circulan en nuestras colapsadas y contaminadas ciudades. Si la ausencia de los taxis que operan en Madrid ha mejorado drásticamente su circulación en los días de huelga, piénsese en el caos que podrían provocar decenas de miles de vehículos compitiendo sin límite por el pasajero urbano. Nos guste o no, un sistema de licencias, con intervención de las autoridades, parece difícilmente eludible, y en ese caso lo que se echa en falta es el ejercicio de evaluar la situación actual de las licencias existentes, junto a sus nuevas posibilidades de gestión, para tratar de adoptar una solución equilibrada y viable.
Diríase que alguna parte del ejercicio le correspondería al ministro del ramo, porque hay cuestiones que son comunes a todas las ciudades y regiones, y porque para algo, en fin, han de servir el ministerio y sus funcionarios. Diríase, en segundo término, que sobre esas directrices estatales deberían legislar las comunidades autónomas, atendiendo a sus peculiaridades. Y ya en tercer lugar, algo tendrían que decir los ayuntamientos con competencias de gestión del tráfico en sus calles. Unos y otros deberían atender a los intereses generales en juego y después procurar que las distintas licencias existentes pudieran servir a la satisfacción de esos intereses generales, con garantía de una rentabilidad suficiente y moderada para sus titulares y de unas condiciones laborales dignas para los conductores. Si alguien busca forrarse, debe dirigir sus afanes especulativos a sectores donde no se dependa de una licencia administrativa. Quien se haya llenado de balón mediante la adquisición o la explotación de una de ellas, tal vez debería mirar mejor en qué invierte.
De nada de esto se habla. A nada llegaremos así.