¿De qué se ríen? y sobre todo ¿por qué aplauden?
Desde el atril, el gobernador del Estado de Nueva York, Andrew Cuomo, grita varias veces: ¡enhorabuena! Y luego, entre risas firma el acta de la nueva Ley de Salud Reproductiva -¿salud? ¿reproductiva?- del Estado de Nueva York. A la firma le suceden los aplausos e incluso los aullidos de algunos de los allí congregados, muchos de ellos mujeres, y no lo entiendo, de veras que no lo entiendo.
¿A qué vienen las risas, las celebraciones? Acaban de aprobar una ley que legaliza el aborto hasta el mismo momento del nacimiento, e incluso más allá si a pesar de todo el empeño para acabar con el bebé, éste consigue sobrevivir. El espectáculo me parece obsceno y sólo consigo ver un fracaso donde otros sienten que han ganado. Y como dice mi amigo Javi, “si esto no está mal, nada está mal”.
Y yo sólo puedo añadir que -como de tantas cosas que parecieron justas en su momento, de tanto dolor que se causó a lo largo de la historia en nombre de la Razón, el Derecho, la religión o el provecho- algún día tendremos que avergonzarnos de celebrar la muerte como si de un logro se tratase, y esa sesión del Senado de Nueva York -un Estado en el que la pena capital está, con justicia, abolida desde el 2007-, espero que sea vista algún día como un episodio de los más deshonrosos de la historia de los Estados Unidos.
Y tengo que decirlo: Yo no juzgo a quien aborta, juzgo a quien considera un derecho de la mujer acabar con la vida de un ser humano. Juzgo al que -habiéndolas- no da alternativas a quien podría no abortar. A los que niegan la evidencia científica de la vida tras la fecundación y colocan su inicio donde la oportunidad política aconseja -como si fuesen dioses-, hasta llegar al punto de considerar digno de ser protegido sólo al bebé que consigue superar la meta del canal uterino con vida (o ni tan siquiera eso).
Y juzgo a los que perpetúan el modelo heteropatriarcal -aquí sí heteropatriarcal- que hace responsable sólo a la madre de una vida que se inicia con el concurso de una mujer, sí, pero también de un hombre. Y con la falacia cruel del derecho sobre el propio cuerpo como avance social, se mantiene la secular irresponsabilidad del hombre y el drama para la mujer.
Sí, digo drama, porque lo vendan como lo vendan, el aborto siempre lo es. Por eso son necesarios los eufemismos, los términos engañosos, la falta de información. Algo tan sencillo como oír un latido, como ver en una simple ecografía al ser humano que crece, algo tan necesario para tomar una decisión vital. Pero no. Porque conviene mantener la mentira de la inocuidad del aborto y -cómo no- sostener el millonario negocio de la muerte.
En el Estado de Nueva York habrá, tras esa infame sesión en su Senado, poco lugar para la duda. Por la vía de la modificación de la Ley se despenaliza el homicidio del bebé pasado el sexto mes de embarazo y hasta el momento mismo de su nacimiento si se justifica por el bienestar de la madre. Dejo a su imaginación como se puede acabar con la vida de un niño de nueve meses.
Pero si ese bebé sobrevive al aborto, deja de haber obligación alguna de mantenerle con vida, porque ya no habrá ley que le proteja. Si no había compasión por el niño por nacer, tampoco la habrá por el que ya ha nacido, algo impensable, en Nueva York si hablamos de una mascota.
Y esa ley cuya firma se celebró con tanto alborozo despenaliza también que pueda provocársele un aborto a una mujer sin su consentimiento o contra su voluntad. El aborto forzado pasa desde ahora a salir gratis y se desprotege penalmente a la madre y a su hijo. Y si un médico provoca la muerte de su paciente durante un aborto no tendrá que afrontar cargos penales, a diferencia de cualquier otro médico en cualquier otra intervención. Tampoco hará falta que sea un doctor quien lo lleve a cabo, bastará un enfermero o un médico en prácticas. Ni ser un farmacéutico para dispensar píldoras abortivas, ni tener 16 años para comprarlas (aunque haya que tener 21 para comprar tabaco o alcohol).
Quizás me haya perdido algo, pero no consigo ver el progresismo de esta ley que hace que la vida de un ser humano valga menos que la de un animal de compañía y, por más que lo pienso no puedo ver en qué beneficia a la mujer, ni un solo motivo por el que deba alegrarse de su aprobación.
En Virginia pretende aprobarse otra igual. Me dirán que por qué debería importarme. Se lo cuento: qué más da dónde ocurra. Si esto no está mal, nada está mal.