Entre un moderado y un radical, ¿quién no elegiría al primero? Caminamos hacia nuevas elecciones en racimo y el elogio se lo lleva el centro porque para quienes analizan, escriben u opinan, en el centro está la virtud.
Y sería así, y la moderación tendría el valor que siempre tuvo, de no ser porque el centro, a menudo significa la ausencia de criterio y porque la moderación con frecuencia se confunde con la cobardía y con la desidia.
Aceptar el statu quo –sea el que sea- sólo porque se ha impuesto o porque la moda lo ha traído. Asumirlo acríticamente por comodidad o por pereza sin cuestionarse lo que hay detrás de cada afirmación de cada nuevo -mal llamado- derecho, tarde o temprano se acaba pagando.
Radicales -cuando no locos o ridículos- eran quienes durante años se atrevieron a cuestionar "el consenso nacionalista" en sus Comunidades. Quienes supieron ver que el derecho, en principio loable, de proteger y promover una lengua vernácula supuestamente en riesgo de desaparición, se estaba convirtiendo en un modo de arrinconar el español de las aulas y de la Administración, y que la práctica de la -en principio y por definición, limitada en el tiempo- "normalización lingüística" llevaba a la vulneración de los derechos de los castellanohablantes de esas comunidades. Pero también que la inmersión en catalán o en cualquiera de esas lenguas, lesionaba gravemente el derecho de los niños a ser escolarizados en su lengua materna. Por no hablar del proyecto de construcción nacional que se agazapaba tras la idea de la lengua común -a algunas comunidades- y diferente a la del resto de España.
Han tenido que pasar años para que se entendiese fuera de esos territorios lo que era obvio para esos radicales, para esos locos -para esos fachas- que se atrevieron a poner en duda la moderación que el consenso nacionalista había impuesto. Y no sé yo si ya ha sido demasiado tarde.
Hoy, en el llamado centro está la aceptación -acrítica también- de toda la agenda cultural, incluso de la neolengua, que la izquierda ha ido imponiendo a lo largo de estos últimos años y nadie, a la derecha del PSOE -un espacio escandalosamente grande- que aspire ampliar, supuestamente, su base electoral, se atreve a cuestionar abiertamente. Sea la memoria histórica, la violencia contra la mujer, el aborto, la ideología de género, la eutanasia o los vientres de alquiler, se intenta escurrir el bulto a la hora de hacer tal o cual afirmación por temor a "descentrarse" o a parecer radical.
Cuanto más fácil, más honesto, más pegado al bien común no sería, no sólo tener una opinión al respecto -y no temer manifestarla- sino sobre todo, haber reflexionado, sin apriorismos y sin etiquetas, sobre cada uno de estos temas.
Porque de ser así se vería que proteger un derecho no tiene porqué implicar vulnerar otros. Que se puede dignificar la memoria de las víctimas de la Guerra Civil –todas- y dar sepultura a quien no la tiene, sin necesidad de tergiversar la Historia, crear un relato de buenos y malos y proyectarlo sobre el presente.
Que para proteger a la mujer de quien le agrede no es necesario -ni justo- criminalizar al hombre ni convertir la presunción de inocencia en papel mojado.
Que entre los derechos de la mujer no puede estar acabar con la vida de un ser humano. Y que si aceptamos determinados supuestos, estamos dando por buena la eugenesia, o lo que es lo mismo, nuestra potestad para decidir qué vidas son dignas de ser vividas. Lo mismo para todos los temas cuyo debate incomoda y que convierte en radicales a quienes los cuestionan. Por más que se repita, no se trata de desconocer o de negar que hay derechos que deben ser protegidos, pero no a cualquier precio ni con cualquier ley.
Pero moderado -y por tanto fiable y digno de ser votado con entusiasmo- es para algunos, quien elude el pronunciamiento o el debate. Luego llegan imágenes como las del "discapacitado" Jesús Vidal, premio Goya al mejor actor revelación o como un Arcadi Espada enfrentado por Risto Mejide a la realidad que hay detrás de sus palabras sobre el derecho a nacer de los "discapacitados" y todo el mundo se emociona ante el discurso del actor y se horroriza ante las palabras del periodista, sin caer en la cuenta de que éste no hace más que justificar por escrito lo que la ley del aborto dice, y que según ésta, la existencia del actor citado, sería prescindible.
Quizás hagan falta más momentos televisivos como esos para que el centro se llene de contenido y para que la moderación implique tomar postura. En ese caso, sólo en ese caso -creo-, la centralidad tendrá sentido.