El pasado 17 de febrero fue el aniversario del nacimiento de Gustavo Adolfo Bécquer. Al ver la noticia en Twitter, recordé que de pequeña yo tenía un cocodrilo de peluche que se llamaba Gustavo Adolfo Bécquer. Sí, se lo puse yo solita. A mis doce me enamoré de sus Rimas y Leyendas. Me encerraba en mi habitación durante horas con aquellos tomos que, por enormes, me apasionaban. Cuántas horas pasaría enroscada entre esas letras.
Para los que leemos rápido, los libros muy largos son una bendición. Había olvidado aquella pasión, aquel placer inmenso de pasar los días con la nariz pegada a un texto. Había olvidado, también, lo feliz que era con mi capacidad de atención intacta y brillante. Básicamente porque ya no la tengo. Porque me cuesta la vida leer treinta páginas sin que mi pensamiento pegue saltos desde la lista de la compra a ese mensaje que tengo que mandarle a mi amiga, a ese billete de avión que debo sacar y que está solo a un click del teléfono que me mira desde cerca. Porque siempre está cerca, el muy cabrón.
Alguien me contaba hace un par de días que a una amiga suya la habían ingresado en la López Ibor y que, obviamente, le habían requisado el móvil. "Qué gusto, por Dios, yo pasaría unos días allí solo para estar desconectada", confesaba mi interlocutora. Ojiplática me quedé. Y digo yo, ¿no será más fácil apagar el aparatito unas horas al día? Ella me respondió con la cruda verdad: no lo hacemos. Nos lo proponemos, pero no lo hacemos. Fijamos horas de uso y no las respetamos.
El propio aparato nos avisa de que hemos pasado tropecientas horas mirándolo y, aunque calculamos todo lo que podíamos haber hecho en todo ese tiempo, volvemos a saltarnos nuestras propias normas. Y nuestros días y, lo que es peor, nuestros pensamientos, se derraman sobre un cacharro cuadrado de diseño que decide por nosotros. Qué rabia y qué tristeza me entraron, por Dios. Y si nosotros, que tuvimos nuestro primer Nokia pasados los veinticinco, tenemos el coco agarrado a las varias Apps, lo de los que nacieron con uno bajo el brazo es ya de traca valenciana.
No es solo la atención, es nuestra memoria la que se está deshilachando. Lógico si tenemos en cuenta que nuestro cerebro recuerda lo que le emociona y lo que nos emocionan son las historias. No hay historias en las listas de recados, ni en los Power Points. En la comunicación hablada, solo el 7% de la información que recibimos es a través de las palabras, el resto nos lo facilitan la voz, la entonación, los gestos, el movimiento de los ojos. No hay expresividad en una pantalla, y si la hay, no iguala ni de lejos a un buen berreo y un levantamiento de cejas.
El primer paso para salir de esta rueda de hámster sería hacernos conscientes de nuestro desmedido pavor al aburrimiento, con lo sanísimo que es. Para escapar de ese aburrimiento catastrófico echamos mano de lo más inmediato que, sorpresa, no es un libro ni unas respiraciones abdominales, sino algo sobre lo que teclear. Está demostrado que el silencio mental y físico ayuda a generar nuevas neuronas, a incrementar esa atención que desterramos allá por el 2005, a liberar tensión de cuerpo y mente.Si nos aburrimos, pensamos. Y si pensamos, estamos creando. Está demostrado: las grandes ideas surgen en momentos de inactividad. La soledad genera inspiración.
Reflexionamos cuando vaciamos esta sesera nuestra. Pero nosotros nos empeñamos en seguir pedaleando sin pararnos a considerar hacia dónde vamos. Piloto automático. La cosa es moverse, aunque sea sentado. Calidad y cantidad en los pensamientos son inversamente proporcionales. Vaciamos el depósito todo el rato, olvidándonos de llenarlo. No reflexionamos, no imaginamos, no creamos. Ay, si Bécquer levantara la cabeza.