Como era preveyible, que diría Andreu Van den Eynde, el único abogado de las defensas que ejerció de tal durante la presentación de los informes finales de la causa del procés fue Javier Melero. Melero sólo representa a Joaquim Forn y Meritxell Borràs. Pero si Oriol Junqueras, Carme Forcadell, los Jordis y el resto de los acusados salen por la puerta del Tribunal Supremo con una simple condena por desobediencia, bien harían entregándole el 90% de la minuta pactada con sus abogados.
Y digo el 90% y no el 100% porque Andreu Van den Eynde, Jordi Pina, Olga Arderiu y el resto de sus compañeros del ala oeste del Tribunal Supremo –considerando a Manuel Marchena como el norte geográfico del órgano– merecen una mínima consideración. La misma que esos estudiantes que entregan el examen en blanco, pero que son recompensados con un 1 por el mero hecho de haber hecho acto de presencia en el aula. Y Van den Eynde y el resto, estar, han estado. Otra cosa es para qué.
Melero, un tipo tan elegante que logró acabar su informe, una pequeña obra de arte jurídica, hablando bien de España y de la Policía Nacional y citando Amanece que no es poco y a William Faulkner sin que la cosa crujiera, cedió la trinchera de la desobediencia a las acusaciones como quien sacrifica una torre para forzar el jaque mate al contrario. Que el único abogado competente en el banco de las defensas sea el único constitucionalista no impidió que el separatismo vitoreara ayer a Melero. A fin de cuentas, esta gente también cree que Messi es catalán y catalanista ¡y hasta separatista!
El punto débil de la argumentación de Melero es, en términos estrictamente políticos, y ya veremos si jurídicos también, obvio. Es cierto que no todas las desobediencias son un golpe de Estado. Tanto como que todos los golpes de Estado implican, al menos, una desobediencia. Discernir cuántas desobediencias conexas y coincidentes en su objetivo final –derribar por la fuerza de los hechos consumados el orden constitucional en la comunidad autónoma catalana– son en realidad un golpe de Estado es la tarea que debe dilucidar ahora el Tribunal Supremo. Porque ese ha sido, exactamente, el caso del procés.
Dice Daniel Gascón que el procés ha sido un golpe posmoderno. Yo lo dejaría en un golpe catalán. Algo con lo que estará de acuerdo cualquiera que conozca, aunque sea muy someramente, las peculiaridades del carácter regional. Ese que es capaz de alzarse contra la democracia por la vía de acumular docenas de pequeñas deslealtades, ingratitudes y traiciones, pero que jamás arriesgaría una sola maceta del jardín de la torre de Cadaqués en el empeño.
Como esos cuadros puntillistas ininteligibles a treinta centímetros de distancia, pero que revelan un paisaje con sólo retroceder un metro, la inteligente labor de Melero ha consistido en empujar la cabeza de los magistrados hacia el cuadro para convencerles de que eso que se ve en el lienzo son sólo manchas, puntos, simples trazos sin orden ni concierto dibujados por unos cuantos macacos con brocha. Veremos cuántos de los siete magistrados dan dos o tres pasos hacia atrás y se coscan del paisaje general.
¿Ejemplos? Ese referéndum que frente a los siete magistrados del Tribunal Supremo se ha defendido como un simple acto popular, viral, espontáneo, sin ningún valor jurídico, pero al que los diputados separatistas del Congreso de los Diputados juraron fidelidad hace apenas unos días y que guía toda la acción de Gobierno de la Administración autonómica catalana. "Dios no existe, pero por él mato".
O la huelga de brazos caídos frente a una orden judicial directa por parte de un cuerpo de 17.000 hombres armados aferrados a una expresión –"sin afectar la normal convivencia ciudadana"– que en caso de interpretarse literalmente impediría la detención de un simple ratero callejero. Sobre todo cuando la normal convivencia ciudadana es la de los ciudadanos que están enfrentándose a la policía para impedir que se ejecute esa orden judicial. "Hágame usted una tortilla, pero sin afectar la normal integridad del huevo".
O una declaración de independencia de ocho segundos de duración, que fue replicada pocas semanas después y que provocó la huída de medio Gobierno al extranjero mientras se alegaba frente a los tribunales su naturaleza de acto meramente declarativo. "Yo no he sido, nadie me ha visto y no tienes pruebas, pero huyo de la Justicia".
Dicho de otra manera. Lo que en Madrid y frente al Tribunal Supremo se ha defendido como una farsa es el actual programa de Gobierno de la Generalidad catalana.
Para los carpetovetónicos que seguimos considerando como una virtud la asunción de las propias responsabilidades, el procés ha sido una mastodóntica oda a la hipocresía: un golpe de Estado ejecutado por cobardes que han diluido sus culpas en sus subalternos, en sus informáticos, en sus policías, en sus funcionarios, en sus ciudadanos y en el magma de unos principios abstractos tan generales que, puestos en su boca, servirían tanto para justificar el desembarco de Normandía como la invasión de Polonia por parte de la Wehrmacht.
El procés no es más que un golpe de Estado ejecutado por vulgares troles de la política agazapados tras la pantalla de la masa. Todas las dudas existentes acerca de la calificación jurídica de sus delitos tienen su origen en un solo error. La incapacidad de los autores del Código Penal para preveyer, que diría Andreu Van den Eynde, el verdadero hecho diferencial catalán: la habilidad para delinquir cargándole la responsabilidad a la víctima y, lo que es más rocambolesco aún, intentando que sea esta la que acabe pidiendo perdón al criminal.