En esta legislatura, que empezará de verdad cuando la presidenta Batet entienda que no puede estar bailando al son que marque Sánchez y permita constituir las comisiones, seré diputada por la provincia de La Coruña. Como la contumaz negativa de la izquierda a que se inicie el trabajo parlamentario me deja cierto tiempo libre, estoy aprovechando para reunirme con colectivos de mi circunscripción, escuchar quejas y tomar nota de peticiones. Es menos de lo que me gustaría pero mucho más de lo que obtendré si me limito a esperar a que pasen los días.
El viernes pasado hice una vista a UTECA, la asociación de ex alcohólicos de Coruña. Me reuní con su gerente y su personal, visité las aulas, hablé con profesores y con usuarios. El interior del centro es luminoso, dignamente sencillo, limpísimo, amable. Pero el exterior del edificio asemeja a la escena de un país en guerra: paredes llenas de manchas, de desconchones, de humedad. Paredes leprosas que dan al lugar una intolerable capa de amargura.
Pensé que no había derecho: hay decenas de hombres y mujeres estigmatizados por una adicción que llegan aquí a pedir ayuda, y no pueden encontrarse con una escenario tan hostil, tan humillante. Bastante difícil es ya dar el paso y enfrentarse a que uno necesita auxilio, como para llegar y dar con un edificio de aspecto innoble que recuerda al atrezzo de una película bélica.
Dentro, día a día, se obran milagros con personas enganchadas a la bebida, al juego, a las compras compulsivas. Un personal fabuloso y rácanamente pagado saca adelante a decenas de seres humanos cuya vida se encamina al abismo, y lo hacen supliendo con profesionalidad y entusiasmo los escasos medios materiales de los que disponen.
Ahora está impartiendo un cursillo de cocina. Para hacerlo se apañan con dos simples fogones, un montón de cacerolas y unas estanterías de madera donde descansan paquetes de arroz, pasta y aceite de oliva, y que han sido construidas por un voluntario. A pesar de todo, la gente del centro se pelea con uñas y dientes para sobrevivir en medio del desamparo.
No puedo expresar la admiración que despertaron en mí estos profesionales, ni la indignación al comprobar que la Administración local y autonómica es incapaz de atender sus peticiones más acuciantes. Les puedo asegurar que los trabajadores que conocí tienen capacidad y ganas suficientes como para seguir lanzando un salvavidas a tantas personas que están hundiéndose. Pero es necesario que la despiadada burocracia se ponga las pilas para atender necesidades muy básicas: de momento, esta gente precisa que las paredes exteriores del modestísimo edificio que ocupan no hagan pensar al que va allí a pedir ayuda que acaba de llegar a la antesala del infierno.