Viví durante más de diez años en el barrio de la Ribera de Barcelona, a medio camino del Arco del Triunfo, el mercado de Santa Caterina y el Palau de la Música Catalana. La Ribera es un barrio en el centro histórico de la ciudad que mezcla zonas aburguesadas con otras muy degradadas. Y entre estas últimas el Forat de la Vergonya, que en español se traduce como Agujero de la Vergüenza.
Fue en el Forat de la Vergonya, cerca del número 55 de la calle Sant Pere Mes Baix de Barcelona, donde Rodrigo Lanza dejó tetrapléjico al guardia urbano Juan José Salas en 2006. Lanza y otros okupas celebraban una fiesta ilegal en un viejo teatro okupado cuando algunos agentes de la Guardia Urbana acudieron al lugar alertados por los vecinos. Lanza le pegó a Salas una pedrada en la cabeza. Cuando el agente cayó al suelo inconsciente, los okupas se ensañaron con él.
Salas vive hoy en estado vegetativo y Rodrigo Lanza, que fue convertido en una víctima del sistema por los políticos y periodistas de izquierdas habituales, mató a patadas a un hombre en 2017. Pero esa es otra historia. La de ese progresismo que se casa con las víctimas por empatía mientras folla con sus asesinos por placer.
En el barrio de la Ribera, los vecinos de clase baja de toda la vida de Dios se mezclan con jóvenes de profesiones creativas mantenidos por sus padres –o por parejas con profesiones menos creativas pero más rentables– en apartamentos restaurados al gusto de un arquitecto de Brooklyn. También con una inmigración básicamente china, marroquí, argelina y paquistaní.
Yo las había visto de todos los colores en el barrio. Un día, un vecino cabreado como una mona exigió a berridos que el cajero de su oficina le devolviera el dinero que "una puta" –ese fue el término que él empleó– le había cobrado de más.
Si no entendí mal, el vecino había pactado treinta euros por "una mamada" y ella le había añadido un cero de más al cargo. Total, trescientos euros del ala. "Si no me devuelves el dinero busco a la puta y le rajo el cuello de oreja a oreja" le dijo el angelito al cajero. Por la pachorra con la que respondió este, intuyo que aquello era su pan de cada día.
Otro día oí follón en la calle mientras vagueaba por casa. Me asomé a la ventana y vi a otro vecino zurrándose de lo lindo con una mujer. "¡Travesti!" le decía él. "¡Semen!" le decía ella. "¡Dale fuerte!" decían los vecinos que, como yo, se habían asomado a sus ventanas.
Desconozco si mis compañeros de vecindario se lo decían a él o a ella, pero sí puedo confirmar que aquello se convirtió en pocos minutos en la Cúpula del Trueno. Por suerte, a cada guantazo –y cayeron varios de un lado y del otro, con clara ventaja para ella, que arreaba más fuerte y con el puño cerrado– los contendientes se desplomaban en blandito sobre una montaña de bolsas de basura. Creo recordar que fui yo el que llamó a los Mossos d'Esquadra, pero podría ser que se me adelantara algún vecino.
Durante una época se puso de moda un deporte exótico entre algunos vecinos. Consistía en lanzar una lluvia de botellas contra las terrazas de la zona porque tal o cual camarero les había ahuyentado mientras intentaban robar a los clientes. Las lanzaban en parábolas cuyo vértice alcanzaba la altura de un segundo piso. Todo un espectáculo.
El mensaje era obvio: "Si tú nos dejas sin clientes nosotros te dejaremos a ti sin los tuyos". Y la cosa funcionaba. Los locales, habituados a la costumbre, nos poníamos a cubierto en cuanto les veíamos aparecer en grupos de diez o doce con botellas en la mano. También avisábamos a los turistas de la que se avecinaba. Pero de vez en cuando algún despistado salía del barrio con la cabeza abierta.
Recuerdo como corrían los turistas que llevaban niños pequeños a cuestas. Un follarreír. Sobre todo para los de las botellas.
Lo de los robos lo llevábamos bien. Había horas punta y calma relativa a otras horas. Hasta las 12:00 o la 1:00 la cosa estaba relativamente calmada porque los ladrones dormían. Pero entre 14:00 y 16:00 la cosa se ponía jacarandosa. He perdido la cuenta de las abuelas que vi tiradas en el suelo, con la cara reventada de una hostia, después de ser asaltadas por tal o cual pareja de contribuyentes. En diez años, y que yo sepa, murieron dos de ellas desnucadas.
Una vez, se cargaron a un abuelo de un macarra alfa del barrio confundiéndolo con un turista. Ese día tuvieron que venir los antidisturbios a poner paz porque la batalla campal entre emprendedores y camorristas amenazaba con hacer arder el barrio entero.
Otro día, un vecino al que se le hincharon los cojones de ver cómo le robaban a diario salió con un machete a la calle y le arreó un viaje al primer empresario de lo ajeno que pilló por delante. Yo diría que no sobrevivió, pero vayan ustedes a saber. En cualquier caso, al vecino no le ocurrió nada. Ahí siguió, durante años, despachando cordero adobado como si nada hubiera pasado. A todo el mundo le pareció bien. Porque durante un tiempo, la calle de su tienda fue la más tranquila del barrio.
También recuerdo 'el paseíllo'. El paseíllo consistía en manadas de jovenzuelos apostados en las esquinas a la hora que abrían los bares de noche lanzándole sus mejores piropos a las chicas que pasaban por delante de sus huevos morenos. Lo más bonito que les decían era "te voy a violar puta". Algunas veces las seguían hasta sus casas. "Ya sabemos donde vives" les decían. Un primor.
Ahora me dicen los amigos que se quedaron en el barrio que la situación "se ha vuelto insostenible". Joder, ¿y qué era antes? Todo un logro, en cualquier caso, viniendo de donde venía el barrio. Todos esos amigos, sin excepción, están pensando en irse. No ya del barrio, sino de Mordorlona. A alguien habrá que agradecérselo.