Se arrojó al agua, en cuya superficie se reflejaba su imagen, absorto, embelesado, enamorado de sí mismo. Narciso.
Pocos momentos más reveladores para conocer a Pedro Sánchez como que el que se produce cuando en la rueda de prensa/mitin en que da a conocer su negativa a presentarse a la investidura, es preguntado por un periodista si cree que debería pedir perdón por todos estos meses desperdiciados y si en caso de no poder formar gobierno tras el 10-N dimitiría como líder del PSOE.
No da crédito y así lo muestra –por una vez– sin disimulo. La estupefacción y la incredulidad ante lo osado de la cuestión se traduce en un conjunto de gestos, muecas, aspavientos –y diría que hasta boqueos– tras los que sólo acierta a decir que es el representante de la fuerza más votada y ya. Algo así como “el Estado soy Yo” pronunciado por Luis XVI, diría que en peores circunstancias pero con un grado de alejamiento de la realidad –y de la humildad– similar.
Y queda desnudo ante las cámaras, con su verdadero rostro y toda la panoplia de lenguaje no verbal en absoluto desacuerdo con el mensaje humilde y frailuno que ha mantenido durante toda la intervención (que si he puesto todo de mi parte, que si a mí sí me preocupa España, bla, bla).
Ayer recuperaba el dominio de la escena y conseguía mantener un impostado gesto de enfado durante toda la sesión de control en el Congreso. Los líderes de la oposición le culpaban de su fracaso y él se fingía ofendidísimo en su honor y en lo más hondo de su ser mientras que el cuerpo y el rostro le pedían batir palmas a cuatro manos tras haber conseguido su propósito: repetir las elecciones.
Ya se han dicho aquí algunos de los motivos que habrían sustentado el empeño de Pedro Sánchez en dinamitar cualquier puente que le llevase a la Moncloa y que no pasase por el gratis total, el traslado bajo palio y la carta blanca para hacer de España lo que se le antoje sin más cortapisa que su santa voluntad.
Pero así como en las decisiones que han cambiado el curso de una batalla o de la gran o pequeña historia de los pueblos, insistimos en atribuir racionalidad a los que disponen de nuestra vida y nuestra hacienda, lo cierto es que las más de las veces lo que juega –y no siempre a nuestro favor– es el factor humano. Y no sólo el del líder, sino también en el los que le rodean y cuya cuota de poder y nómina dependen de que compartan su punto de vista por errático y absurdo que parezca.
Así que, al margen de la profunda irresponsabilidad que supone paralizar las instituciones, de la brecha de desafección con los políticos que cada vez se ahonda más y sobre todo, del coste económico de toda esta farsa, la cuestión es que al PSOE, la jugada, puede no salirle tan bien como Sánchez prevé. Pero nadie se lo dirá.
Pocas cosas se me ocurren peores en política que depender de un narcisista de manual. Tanto si lo tienes cerca como si pones en sus manos el destino de un país, sólo la casualidad hará que una decisión suya tenga que ver con el sentido o con el bien común.
Narciso pagó con la muerte su enorme vanidad. A los españoles quizás nos espere el destino de Sísifo, condenado a subir una enorme roca por una colina y verla bajar al llegar a la cima y así, toda la eternidad. O casi.