Hoy, al leer la prensa para decidir sobre qué trataría esta columna, me he encontrado con la amalgama de desastres habituales: los políticos discutiendo, media España inundada y varios titulares relacionados con terribles asesinatos. Ana Julia, el cabrón de Valga y otro que ha apuñalado a su mujer delante de sus dos niñas. Tremebundo todo.
Tan tremebundo como cualquier otro día, solo que hoy prestaba especial atención, un poco porque el mindfulness está inundando mi vida y un bastante porque las ansias de inspiración te sitúan el coco en posición de alerta ante cualquier estímulo. Si no fuera por eso, no sentiría la repulsión que ahora ocupa mi estómago. Ni la incredulidad. Ambas sensaciones se mezclan de una manera extraña: no es posible que exista gente tan malvada, pero existe. Lo estoy leyendo. He conocido a algunos. Pero no puede ser. Y vuelta a empezar.
Y es que ese es un gran problema para los que no somos unos psicópatas: no nos creemos que nadie sea capaz de disfrutar con el sufrimiento ajeno, por eso dejamos que algunos de esos bicharracos se cuelen en nuestro vecindario, en nuestras casas y en nuestras camas, una y otra vez.
Siempre hubo una primera señal que ignoramos por nuestra falta de fe en el demonio. Craso error. Por más que la evidencia nos golpee a diario, ignoramos el hecho de que gente tan similar en apariencia a nosotros maltrate a sus semejantes, abandone a sus mascotas, sea racista y homófoba, abuse de niños.
A bote pronto, no hay ningún rasgo llamativo que señale su crueldad: no tienen antenas, ni escamas. Ninguna letra escarlata nos da la alarma. Si esos engendros fueran el frutero de la esquina, el profe de nuestros hijos o nuestro marido, su perversidad resultaría demasiado dolorosa como para ser apreciada. Nos han dicho que los monstruos no existen, tampoco lo que vivimos en las pesadillas. Pero es mentira. Hay maldad en el mundo y es devastadora.
La mayoría no vamos por la vida odiando, ni sentimos la necesidad de humillar al prójimo para sentirnos más poderosos. No queremos ser más poderosos que nadie. No hacemos del engaño una forma de vida; ni de la falta de respeto, una religión. Nos han enseñado a ser buenos y eso incluye no pensar mal. Pero piensa mal y acertarás.
No hace falta recurrir a los casos extremos que ocupan titulares. Engaños, estafas, traiciones están a la orden del día y nunca lo vemos venir, porque si lo hiciéramos correríamos hacia otro lado. Solo que sí lo vemos venir y decidimos mirar hacia otro lado, ignoramos a nuestra intuición, esa que nos ahorraría tantas calamidades si la tuviéramos más en cuenta. A algunos les salvaría la vida. Ay, el primer gesto amenazante, aquella palabra fuera de lugar, las mentirijillas. Es imposible que una madre odie a un hijo; no puede ser que, el mismo que me dice que me ama, rompa el cristal de la mesa con mi cabeza; no imagino que un amigo pueda robarme.
La paciencia y la resistencia ante los abusos, sean del tipo que sean, no tienen límite, sobre todo si los justificamos continuamente. La capacidad de los satanases para manipular, tampoco. Nos volvemos ciegos y sordos, convencidos de que ojos que no ven, demonio que no ataca. Otra mentira.
El primer paso para huir del bicho es saber que los bichos habitan en cualquier parte. El segundo, afilar nuestros sentidos porque, tarde o temprano, se dejará ver. Para entonces, debemos ser implacables, abandonar al insecto a su suerte, plantarnos la armadura, el casco y el airbag que nos protegerán de sus patrañas. Contarle a todo quisqui que el demonio existe y está entre nosotros.