He recordado estos días una frase que me dijo una amiga hace años: “Cuando una mujer duda entre dos hombres, en realidad está dudando entre las dos mujeres que sería según eligiera a uno o a otro”.
A los partidos políticos les pasa igual cuando piensan en sus alianzas electorales. Así, cuando el PSOE decidió apoyarse en Podemos y en los independentistas para formar Gobierno eligió no ser el partido que pudiera proponer, ni sacar adelante, un gran acuerdo de Estado.
Lograrlo sería lo ideal, desde luego. En España Hay ya 23.190 muertos por coronavirus (oficialmente) cuando escribo estas líneas. Se espera una crisis económica devastadora. Si el PSOE y el PP no alcanzan un acuerdo en estas circunstancias, por el bien de todos, no lo alcanzarán nunca.
El problema es que el PP, azuzado por Vox, está poco dispuesto. Y el PSOE, con Podemos en el Gobierno y con sus guiños (que siguen) a los independentistas, está incapacitado para ello.
Tener a Podemos en el Gobierno significa, entre otras cosas, tener caceroladas contra el Rey orquestadas desde el Gobierno. Y tener acusaciones falsas contra el poder judicial lanzadas desde el Gobierno. Desde la parte podemita del Gobierno, sí: pero de las que el presidente Sánchez (que ni siquiera las ha criticado, pese a su extrema gravedad) es el responsable máximo. Aquella cacerolada, por cierto, abrió paso a las que han tenido lugar luego contra el Gobierno. Para mí improcedentes e impresentables: pero legitimadas por el Gobierno.
El verdadero problema del hipotético pacto (que, insisto, desearía que se produjera) es que supondría en buena medida una refutación del Gobierno. Este Gobierno no nació para ese pacto, sino para todo lo contrario. Y si Sánchez no ha hecho nada efectivo en su favor (más allá de los vagos pronunciamientos), es porque un pacto así, aun con lo apremiante que resulta, va contra su carrera política: desde su “no es no” fundacional, que marcó su destino (y su condena).
Pero Sánchez es solo el segundo culpable. El primero es la militancia del PSOE: la que lo rescató, y la encarnada en el inolvidable grupito de Ferraz de las dos últimas noches electorales. Como un coro griego que empujara a la tragedia, la primera noche gritó “¡Con Rivera no!” y la segunda “¡Con Iglesias sí!”. Y Sánchez obedeció en los dos casos. Estaba ya todo ahí.
Si la realidad lo desmintiera (lo digo una vez más: es lo que deseo), sería un milagro.