Guardaba en la caja de las botas de fútbol el carnet del PCE, lo guardaba porque mi padre me enseñó qué era el anguitismo, y Anguita qué era esa izquierda de la honestidad que aún me fascinaba. A mi padre se le paró el corazón y yo guardé el carnet, a Anguita se le paró el suyo y ya no sé ni dónde está la caja de las Joma Alfonso ni dónde el carnet.
Yo sólo sé que crecí, respetadme, con Anguita. Que sería una de mis primeras entrevistas en aquel periódico irregular y gratuito que hacían voluntarios de IU y que se repartía en las paellas de solidaridad con Fidel (mojitos derretidos, flirteo de bases).
Conocí bien a Julio, llegué a apreciarlo en la lejanía de joven huérfano y perdido que necesitaba ver en la efigie de califa, en su pose marcial, algo de esa autoridad moral que no me daba el barrio alto que colgaba por encima de la carretera a Barcelona. Ese barrio donde yo estudiaba jazmines y gramática parda.
A Julio lo mató el detritus que vino después del 15-M. Julio hablaba mejor en Antena 3 que en la Tuerka, y aún resuenan esas conferencias cívicas que daba en sótanos y bodeguillas, en las catacumbas de su Unidad Cívica por la República para la que yo creo que escribí algunas letrillas borbónicas y picantonas.
Anguita me dio una vez, de paseo por la Judería, en la preferia cordobesa de mayo, una lección que poco tenía de política y mucho de vida y literatura: levanta la cabeza, mira ese alero y ese pájaro, la felicidad es cuestión de perspectiva, de caer en esquinas poco vistas.
Almorcé flamenquín con perspectiva. También, esa misma mañana cordobita, me hizo ver que la unidad de España era socialmente necesaria, y que un comunista debía ser austero pero no mártir.
Anguita hablaba con la vehemencia de lo suyo y se le iba la vida entre sudores y las coronarias llevadas al máximo de la oratoria. En 2005 me presentó un libro en el Hotel Chamartín, como de tapadillo, y en medio de un enésimo 14 de abril tan ficticio que era en noviembre.
Si yo fuera sido el de entonces, hubiera bajado a Córdoba a despedirle. Si no viviéramos en un secuestro civil, le hubiera hecho un obituario en caliente y en nuestra Córdoba... todo en condicional, claro, porque ni la izquierda ni yo somos los mismos.
A Anguita muerto lo miran con cierta perplejidad esos sepulcros blanqueados de la izquierda, la vaga zurdería que ha fagocitado el sanchismo y que tan feliz se queda en el confinamiento con lecturas de Benedetti y un sillón orejero tras el que se adivina una marina barata de Águilas o de Trafalgar.
Con la muerte de Anguita se ha cerrado una época que ya se había cerrado mucho antes. El Califa recordaba, con el cariño de una persona refractaria a los afectos, su etapa de maestro en Montilla, con eso tan de Catón rojo que tiene la pedagogía en tierras cortijeras.
Lo que va de Julio Anguita a Alberto Garzón es la decepción, los pueblos recalentados de la Meseta, la nada, el caviar y una izquierda de alcoba y culebrón que no tiene principios porque, caído Anguita en vida, tampoco valoró ponerlos. Contra el felipismo eran muchos, pero Anguita era más todavía.
Yo crecí, respetadme, con Anguita. Y con Sabina. Sus nombres, lo rojo puro y lo rojo volatílico, aún me estremecen porque a su modo me educaron en algo que era eso, la dignidad y la contradicción.
Lo que va de Anguita a Garzón es que ahora la izquierda odia el turismo, que la Judería se queda sin su Séneca. Que qué solo se quedan los rojos de entonces.