No hay nada que hacer. Nos hundimos con una estupidez a la que no doy crédito. Estupidez ideológica (o partidista), estupidez histórica. Ya lo he dicho otras veces: no hay aprendizaje histórico, solo hay escarmiento. La Transición no se hizo por una súbita iluminación de los españoles, sino porque estos habían sufrido en sus carnes la guerra civil y la dictadura. Cuando, en dos generaciones, aquello se ha olvidado: ¡vuelta a las andadas!
Es desesperante. Todos nuestros esfuerzos actuales deberían estar encaminados a intentar paliar, en la medida de lo posible, lo que se avecina. Con 28.752 muertos por coronavirus en España (oficialmente) mientras escribo estas líneas y una ruina aterradora que ya empezamos a padecer, lo que impera es un guerracivilismo asfixiante, que nos hunde más. No tiene perdón lo que se está haciendo; lo que se está dejando de hacer.
Estamos ahora en la campana del confinamiento, con una extraña sensación de protección (salvo los que han enfermado, los que han caído, los que ya están sintiendo la penuria y sus familiares). Sensación que invita a la irrealidad. Pero en cuanto esa campana se levante esto va a estallar. El embrutecimiento ya ha empezado.
La peste ideológica (partidista) se está adueñando del ambiente. Irradiada, en primerísimo lugar, por este Gobierno incompetente, cortoplacista y sectario, cuyas llamadas a la “unidad” no solo son falsas, sino que son una trampa para fomentar lo contrario: no buscan unir, sino señalar a los “malos” que no se unen (a lo que el Gobierno dicta).
Al cabo, este espíritu frentista es el fundacional del tándem PSOE-Podemos. En cuyo auxilio ha acudido Vox, interpretando el numerito frentista en la otra parte, con sus mamarrachescas manifestaciones. Por su lado, el PP no sirve de nada, también con su cortoplacismo irresponsable, sin encontrar el tono; Ciudadanos hace lo que puede, que es casi nada; y los nacionalistas ponen el plato para las tajadas a cambio de salud pública o no. Y todo esto, repito, mientras nos hundimos; mientras estamos hundiéndonos con la única duda de a qué profundidad.
En resumen, estoy harto de este país. A mí particularmente me da un poco igual. Necesito poco. Con mis libros y unos altramuces puedo tirar hasta que me muera. Y con los espectáculos gratis del mar y el sol, y la brisita. Ya he vivido lo que tenía que vivir. Es suficiente. Lo que me queda es leer, y escribir. No tengo hijos. Nadie depende de mí.
Pero están mis sobrinos (y el hijo de alguna amiga). Vinieron de visita por fin con la Fase 1. Ahí estaban, con sus mascarillitas, correctos, tranquilos, con un exceso de formalidad enternecedora, mientras en la tele, sin voz, hablaba Sánchez. Ellos no lo miraban, pero yo, captando el conjunto, tuve una epifanía histórica sobre los patanes que arruinan vidas. ¿En dónde vamos a ocultarnos para expiar nuestra vergüenza?