Gracias a la fase 2, que estrenamos en Málaga el lunes pasado, pude bajar por fin al centro en pantalones. En la fase 1, para salir del cerco kilometral, era imprescindible la coartada del deporte. Así que me estuve disfrazando con el chándal, por no ser descortés con la Policía (aunque mi aspecto fuese el de un Soprano). Confieso que no he sufrido demasiado con las restricciones. Más bien me las he ido tomando como un niño, disfrutando lo que tenían de novedoso. Y cuando lo novedoso ha sido volver a vestirme como siempre, la alegría ha encajado consigo misma.
Un reencuentro ha sido el de la ciudad a otras horas. No ya las primeras y las últimas del día, únicas autorizadas hasta entonces, sino las centrales. Salí de mi casa a las cinco y, aunque sabía que se trataba de una recuperación, me sorprendió encontrar la primavera crujiente, dorada, como un hojaldre recién salido del horno. Llevaba semanas cocinándose para nadie. Me di un paseo embelesado, con los minutos amontonándose con una parsimonia divina. Uno era un príncipe solo por pasear. Con la mascarilla, eso sí: como un cráneo de Yorick incrustado en la mandíbula para recordarnos que somos mortales.
Otra tarde tuve que ir a Correos y la primavera estaba allí sentadita. La empleada, una mujer de unos cuarenta años, llevaba un vestido de tirantes, formal pero con un escotazo que enseñaba casi la mitad de sus tetas redondas, enormes, limpísimas. Había algo precioso: era guapa, pero no hasta el punto de eclipsar las tetas, que eran sus soles. Me atendió con una eficiencia suprema, era la empleada perfecta. Y yo agradecí en silencio la generosidad de una mujer que se pone un escote así para pasarse todo su turno sentada ante clientes que van a asomarse inevitablemente como desde un balcón.
Le pregunté luego a mi amiga Sofía Rincón, que es una escotista maravillosa, si una mujer que se escota de ese modo busca miradas descaradas, que a mí nunca me salen, o más bien crear tensión, imantar el espacio, propiciar un juego de vistazos rápidos y nerviosismo en su interlocutor. Me respondió que lo segundo, claro. “Si la hubieras mirado descaradamente se habría sentido incómoda, porque te estarías saltando las reglas del juego”.
Mi tarde ya estaba arreglada, y yo creo que la semana entera, pero seguí hasta el paseo marítimo, donde me encontré con que habían reabierto el chiringuito Oasis, sin duda el mejor de la ciudad. Allí me tomé a principios de marzo mi última cerveza, y me senté para tomarme la primera de la desescalada. Había solo una pareja con un bebé, dos mesas a mi izquierda. Delante, el mar, con olas tranquilas, convenientemente sonoras. A mi derecha, algo alejados en la arena, bañistas de postal. Soplaba una brisa fresca, absolutoria, que movía las sombrillas. Y cuando llegó mi caña y le di el primer sorbo, fue la perfección.