La derrota de Atenas en Sicilia durante la Guerra del Peloponeso, le supuso tal golpe moral, que nada allí volvió a ser igual.
El saldo del descalabro ateniense fue de casi treinta mil muertos, trece mil prisioneros, de los cuales más de siete mil perdieron la vida en las canteras de Siracusa y el resto fueron vendidos como esclavos. De sus generales, dos fueron ejecutados sin juicio previo. Otro cayó en el campo de batalla y el que más había defendido -contra la opinión del resto- la expedición a Sicilia, se pasó al bando enemigo.
Llegado el momento de la rendición de cuentas, el desastre era tan grande, tanto el dolor, la humillación y el miedo, que necesariamente el clima político y la misma democracia habrían de resentirse.
Fue el momento de los oligarcas. Presentaron ante la Asamblea un programa que en tiempos normales nadie se hubiese atrevido a proponer sin ser considerado como enemigo del pueblo. Decidieron por ejemplo, que no más de cincuenta mil ciudadanos debían tener acceso a la política. La Asamblea y el Consejo se siguieron reuniendo, sí, pero únicamente se decidía lo que establecían esos oligarcas. Nos cuenta Tucídides que “los que hablaban en la asamblea eran ahora sólo ellos y ejercían la censura previa sobre cualquier intervención de los demás” (Tucídides VIII, 66 1).
En aquella primavera del 411 a.C., aprovechando el estado de ánimo generado por la derrota en Sicilia, los oligarcas acabaron por tomar el poder sirviéndose de los instrumentos propios del régimen democrático. La Asamblea popular ateniense decretó su propio fin en un clima de reapropiación de la palabra democracia por parte de los oligarcas, y de silencio del pueblo y de los jefes que habían sobrevivido.
Cincuenta y cinco mil, sesenta mil muertos -ojalá pudiésemos saber su número con certeza-, una segunda ola de la pandemia que es más que un tsunami. Con miedo, con tristeza, con desesperanza. Presos de las mentiras, de las opiniones contradictorias, de los cambios de opinión, de la impune falta de ejemplaridad de los que nos mandan y sin una sola certeza a la que aferrarnos.
Así nos pilla la pretensión de un estado de alarma de cuatro meses, prorrogables a seis, sin dar cuentas en el Congreso de los Diputados, o a darlas cada dos meses, por más que la Constitución diga que no es posible. Y al mismo tiempo, la amenaza a nuestra libertad de expresión, convirtiendo la legítima crítica o protesta ante la ineptitud del Gobierno, en delito de odio a criterio de ese mismo Gobierno.
Muy mansos nos deben ver, muy asustados, para que Sánchez se atreva a decir que levantará el estado de alarma “cuando sea posible y la situación mejore” después de reconocer que nunca hubo un comité de expertos para la desescalada y obviamente tampoco lo hay ahora para decidir en qué momento, ni en qué condiciones se decreta o se levanta, este nuevo estado de alarma.
Les salió bien el experimento una vez, por eso lo vuelven a intentar. Nos encerraron más que en ningún otro lugar de Europa y no dijimos nada. Nos aferramos a la esperanza de una normalidad dudosa y ahora nos dan la culpa de que se haya vuelto una pesadilla.
Pero no sabemos por qué, ni cómo. Desconocemos el sentido de las medidas que se toman o las razones ¿Quién está decidiendo sobre nuestras vidas y nuestra economía? ¿Con qué criterios? ¿Qué currículum le avala? ¿Cuándo mienten o cuándo dicen la verdad?
Y mientras tanto, presos del miedo y del desánimo, pendientes sólo de la expansión de la enfermedad y de nuestra economía, asistimos -como los atenienses- al desmantelamiento de nuestra democracia desde dentro.