Andamos por la vida luchando contra el exceso y contra el defecto: actividad, peso, compañía, autoexigencia. En algunos existe una tendencia enfermiza hacia el desmadre: mucho de todo. Ese es mi caso. Cuando salía de noche, lo hacía hasta el amanecer o hasta el mediodía, podía estudiar durante doce horas seguidas, me matriculé en la carrera por la tarde para dormir sin límite. Nunca era suficiente.
Como adulta, o como mujer madura (por Dios, qué vértigo leerlo), no ando yo mucho más equilibrada. Jornadas interminables de trabajo, un reto tras otro reto porque los logros se me olvidan a la velocidad de la luz y entonces aparece el maldito Síndrome de la Impostora arreándome collejas desde mi hombro derecho y contándome que hasta ahora he tenido mucha suerte y que si no me dejo la piel, la carne y los huesos en mis objetivos no los conseguiré jamás de los jamases. Haz más deporte, come más sano, escribe más y mejor, tenías que haber publicado más libros, consigue más seguidores en redes, hazle más caso a tus hijos sin olvidar a tus amigos. Tíñete esas canas, ponte hidratante que pareces un lagarto, controla el encrespamiento capilar, tía despeinada.
Desde el otro hombro, un angelito blanco nos cuenta que debemos relajarnos, señoras. Encuentra tiempo para ti, medita, haz yoga, lee, respira. Y nosotras, que vamos como motos, nos sentimos aún peor, lo que se nos presenta como herramienta lo percibimos como otra obligación más, otra amenaza. Soy una desquiciada. Nada que ver con esas tías de las revistas, con cuatro hijos, una sonrisa permanente, la blusa planchada, el pelo brillante y un halo de paz a su alrededor.
En el otro extremo, tenemos la inactividad absoluta. Gentes que un día se posaron sobre la silla de la inactividad mental, emocional y física; que no importa cuántos años vivan, porque no hay variación, ni movimiento, ni presión, ni nada de nada. De nada. El mismo día, tras el mismo día, tras la misma vida, tras los mismos pensamientos que a veces no son ni eso, sino simples instrucciones de funcionamiento, a años luz de traspasar las fronteras de la reflexión, mucho menos las de las decisiones. Ningún "y si...", ninguna duda, ningún inventario vital. No saben que existen las montañas rusas porque no las han visto jamás, ni oído hablar de ellas.
A veces admiro a las gentes inactivas de mente y cuerpo. Intento calcular de qué está hecha su planicie para así reproducirla en algún instante, aunque sea breve. No pensar en nada, no ansiar nada, no caminar hacia ningún lugar.
Entonces me imagino ese cuadro y me entra el pánico, el mismo temor horroroso que me acecha desde que era pequeña. Llegar al final, mirar hacia atrás y darme cuenta de que no avancé, de que se me quedaron palabras en el tintero, besos por dar, caminos que recorrer, datos interesantes por conocer, lugares apasionantes a los que viajar, sueños por cumplir, bellezas por contemplar, vidas por vivir. Llegar al final y darme cuenta de que elegí la muerte en lugar del susto.
Mi principal propósito para el 2021 es vivir sobre un equilibrio emocionante; una tensión de las que motiva, pero no bloquea; una prisa razonable, que no nos hace derrapar; la justa exigencia para dar lo mejor de uno mismo sin dejar trozos de piel por el camino. Domar al susto, para usarlo a tu favor y convertirlo en tu mejor amigo. La alternativa no debería ser una opción.