Hay veces que me gustaría presentarle un poema a una canción: piezas que no se conocen de nada, de distintas épocas, de autores ausentes entre sí, desconocidos, lejanos, pero que siento que tendrían mucho que decirse. Me gustaría dejarles solos, ponerlos a conversar. Si es cierto que, como decía Julio Ramón Ribeyro, “la cultura no es un almacén de autores leídos, sino una forma de razonar: un hombre culto que cita mucho es un incivilizado”, sirve el diálogo subterráneo entre artistas extraños para explicar de qué va la vida.
Me pasa esto con una canción de C. Tangana -Guille Asesino- y con un poema de Cristina Peri Rossi -Primera cita-. Ambos se refieren al animal que llevamos dentro, al ser grotesco y latente que nos escala las entrañitas mientras disimulamos ante la grada y al que no paramos de limpiarle la sangre de los colmillos, infructuosamente.
Claro que nos han obligado a la diplomacia: a la elegancia, a la cordialidad. Sonríe, hostia, sonríe. Nos han dicho que matemos a la bestia y nos agarremos fuerte al ser humano, no sea que descontrolemos el circo. El escaparate. Hay que amar con cuidado. Hay que rabiar en silencio. Seremos chicos burocráticos, gélidos, impecables. Preséntanos a tu madre. Casémonos, amarguémonos para siempre. Ah, padrenuestro: danos el pan de cada día para no reventar de aburrimiento, como decía Alfonso Sastre en Cargamento de sueños. Vale, ya he vuelto a citar otra vez, incivilizadamente.
Lo del pacto social está bien: digamos que nos aplaca, nos neutraliza, pero a mí me interesa la convivencia secreta que arrastramos con nuestra propia alimaña: porque, sobre todo, sé que existe, y sé que a veces nos asalta cuando olemos tierra mojada, cuando vemos carne roja y abierta -humedísima, evocadora: me perdonen los veganos-, cuando nos sentimos desgobernados cerebralmente y poseídos por nuestras vocaciones o cuando salivamos ante lo bello y lo exquisito. También cuando gritamos de placer o de ira, cuando nos gustamos arrabaleros y valientes, cuando defendemos a los nuestros con el cuerpo por delante, cuando cuidamos al clan o cuando se nos hincha el sexo.
La campaña en contra del animal ha sido fiera, valga la redundancia: nos quieren de chaqueta, guapitos y gratos. Pero la bestia siempre sale a flote y a mí me divierte verla pasear el redil y volver al cuerpo, a ratos domesticada. Me divierte estudiarla en sus flecos. “Esta noche / al encontrarnos / he vuelto a sentir al animal oscuro / que habita en mí / disimulado entre los afeites / de la cultura y la urbanidad / en los meandros de la melancolía / te vi / y el animal oscuro / clavó sus ojos / en la curva insinuante de tus senos”, escribe la Peri Rossi, sáfica y esplendorosa.
Cuenta Cristina cómo hablaba con su deseada de pintura, de libros o de cine “para disimular la excitación”, y sabía que “no es bueno, / no es bueno sólo a veces / -no es urbanita- / saltar sobre las aceras / y saltar sobre las mesas / y las sillas / precipitarse entre tus piernas / abiertas como compás / enfundadas en medias negras”. Más tarde, después de fingirse sofisticada, “la conversación se animó con el sadomasoquismo”.
“‘En la cama dejo de lado el feminismo’ / me dijiste / de acuerdo, yo también dejo de lado el feminismo / y cojo la fusta / te golpeo firme / dulcemente…”. Es la confirmación de la bestia. Es la confesión de la alimaña. La animosidad de la carne por encima de todos los valores, de todas las teorías, del último de los propios credos. Pero quién va a decirle a Peri Rossi que el amor tiene que ser cauto o que el sexo tiene que ser conyugal: cómo hacernos los mansos en los terrenos fangosos del afecto o del deseo sin volvernos pusilánimes o grisáceos.
Hay espacios donde la prudencia sólo es mediocridad. Hay espacios teatrales, ficticios, performáticos: los caminos de la lascivia, Señor, son inescrutables. Hay un secreto aquí, en este hueco entre tú y yo donde nadie nos mira. Hay un lenguaje inmoral y cómplice que es nuestro.
“Tengo este Guille Asesino / hasta la caja de pino / por eso estabas conmigo / ahora tienes a uno pa’ que te sujete el abrigo, mujer”, lanza C. Tangana. “Fue por mi Guille Asesino que andabas pegada a mí / ca’ vez que yo fronteaba, te acercabas a mí / recuerdo lo que te mojaba y ahí no se puede mentir / pero ahora que soy lo que pides te vas corriendo de aquí”. Habla de lo mismo, de nuestro heterónimo salvaje, de nuestro alter ego medio sádico, del ser asaltante pero doliente que nos reside dentro y que se desborda cuando amamos mal. “Me hice así pa’ poderte tener / te gustaba verme enloquecer / ya no quieres que les mire mal / quieres encerrar al animal”.
El viejo amor apretao’. El quererse fuerte y raro, como se quiere en las coplas. Nos dan dos cafés y acaba esto pareciendo el Romancero gitano: “Niña, deja que levante / tu vestido para verte. / Abre en mis dedos antiguos / la rosa azul de tu vientre”. La duda no está resuelta, nunca lo ha estado: ¿nos quedamos con quien nos da paz o con quien nos da vértigo? ¿Estamos dispuestos a pagar el precio del aturdimiento, del cortejo, la altura, la devoción, la ansiedad, el pánico? Yo digo que sacar al animal duele, pero es la única forma que conozco de vivir bestialmente.
Cuando todo acabe, cuando todo hiera, cuando el bicho se desboque y ya nos sea autónomo, cuando nos miremos al espejo y veamos sólo una cáscara, cuando nos sacudamos los reproches, las fobias y todo aquello que no debimos decir -¿quién habló ahí?, ¿era de veras nuestra boca?-, recogeremos nuestras cosas, le pondremos la correa al perro loco y nos iremos cantando bajito, sintiendo casi siempre que tanto arrebato no nos mereció la pena. Y tendremos razón, por supuesto.
Seremos puntuales en el trabajo. Besaremos en la frente a los niños. Nos perfumaremos, pediremos perdón, daremos las gracias. Cederemos el asiento en el metro. Tragaremos mierda, nos portaremos bien. “La cuestión es disfrazar que somos una especie: como las ratas o los leones, nada más”, dice Margarit. Nos camuflaremos, prometido. Pero un día, en cualquier parte, en la taberna inesperada, en el giro de una calle, quién sabe si con un olor o el sonido de una risa, regresará el animal oscuro. Y clavaremos los ojos de nuevo. Y el otro nos oliscará de lejos y nos devolverá, inexplicables, sus pupilas de alimaña. Una y otra vez, enfermos de bestia hasta el cansancio. Hasta la muerte. Hasta la vuelta a la tierra.