Lo cuenta Andrés Trapiello, junto a otras muchas cosas sustanciosas, en su libro Madrid. Cuando se le preguntaba a Ramón Gaya por el arte contemporáneo, su veredicto se resumía en cinco palabras: "Una sucesión de sustos baratos".
La frase se lee, en estos tiempos, como una especie de revelación. No hay forma más acabada ni cumplida de describir mucho de lo que nos rodea y acontece y no pocos de los relatos que sobre estos días tontos y extraños damos en hacer.
Verbigracia: lo de esta semana en el Capitolio de Washington, una turbamulta jaleada por un tipo pintado de naranja que ha presidido el país durante cuatro años y liderada por un sujeto con una piel de búfalo sobre la cabeza y el torso desnudo que se sube a la tribuna.
Gente así sólo puede dar sustos, y aunque este ha salido algo caro –cinco muertos a la hora de redactar estas líneas– y el desprestigio vergonzoso de la democracia estadounidense, pasará dejando un reguero de memes y sin haber aportado nada a la Historia.
No es lo único. Qué decir de las fatigosas redes sociales, con su diarrea de selfis, y selfis, y selfis –al final, no son más que una auto-foto continua y multitudinaria.
Sus usuarios, desde el tipo pintado de naranja hasta el último quinceañero, pasando por politólogos, activistas e intelectuales sedicentes o reales, y con todas las honrosas excepciones que se quiera, a nada se aplican con más ahínco que a estrujarse los sesos para dar con la más viral manera de sobresaltarnos. Trendingtopics, olas de solidaridad o indignación, reyertas tuiteras. Sustos baratos.
Y hay más. Quizá la mayor expresión del sustobaratismo hegemónico, como lo demuestra el hecho de que en poco tiempo se haya convertido en el centro de la conversación, aportando además una buena parte de los cánones estéticos –y también éticos y conceptuales– con los que se maneja y apaña cada vez más gente, sin distinción de clases.
Me refiero al auge, o edad dorada que dicen algunos, de las teleseries, y en especial las que promueven las plataformas de streaming dentro de su estrategia primordial, que no es la producción audiovisual ni la narración de este u otro tiempo, sino la explotación de granjas de seres humanos a los que, a través de sus hábitos de visionado, se les extraen los datos personales que permiten primero aislar y luego crear tendencias que sirven para nutrir negocios diversos.
Por prudencia y cortesía calla uno al leer los ditirambos y las ponderaciones desproporcionadas que se hacen de productos nimios o directamente defectuosos. Cuentos que desprovistos de su envoltorio no pasarían el filtro de un taller de aficionados a la narrativa, que parten de la premisa del conocimiento somero del espectador desprevenido para colarle desfiguraciones gruesas de hechos o conflictos reales, o de su baja exigencia y aturdimiento para entretenerlo con patrañas pueriles sobre las que gente a sueldo –si no, no se entiende– perpetra sesudas filosofías.
Mantendremos la prudencia y la cortesía, que son valores en desuso pero por eso mismo dignos de reivindicarse, y mejor no daremos nombres: confía uno en que a algún lector le vendrá algún ejemplo a la cabeza; confía uno en no estar enteramente solo en esa sensación de estar recibiendo metralla que le empuja a abandonar tras el primer capítulo, o sin terminarlo, muchas de las series que-no-puedes-dejar-de-ver que le recomiendan.
Hay, desde luego, excepciones. Chernóbil, The Young Pope, Baron Noir o The Crown. Pero no son tantas, y salvo las cortas, distan de ser sublimes sin interrupción. Cuando se alargan, aun las mejores te cuelan sustos y ráfagas de culebrón barato, que salvan los actores allí donde los hay excelsos –los británicos–, pero en otro caso naufragan sin más.
Prueben, tras ver alguna, a hincarse una de las buenas de John Ford. Verán qué sonrojo.