El otro día estuve en el cumpleaños del hijo de unos amigos. Los cumpleaños infantiles son una de mis pesadillas recurrentes: niños hiperglucémicos, como gremlins chopados alimentados después de las doce, corriendo y vociferando libremente armados con matasuegras y gorritos de colores.
Normalmente en ese punto me despierto (sobresaltada, envuelta en sudor frío y ahogando un grito), pero ese día no. Era real.
Afortunadamente, mis amigos son personas que han normalizado la paternidad y tratan a sus hijos como futuros adultos y no como seres especiales y frágiles con altas capacidades de serie, así que la consigna era "los niños allí y los adultos aquí". Que corra el aire. Y solo podía el primer grupo establecer contacto con el segundo en caso de que hubiera sangre. Mucha sangre.
Así que los adultos estábamos en otra mesa comiendo cosas de adultos (y no esas guarradas de colorinchis), bebiendo cosas de adultos (con mesura y responsabilidad, que eran las cinco de la tarde) y hablando de cosas de adultos.
A mí los cumpleaños de los hijos de mis amigos (así como sus amigos son también míos, a lo Objetivo Birmania, sus hijos son solo suyos) me sirven para conocer perfiles humanos que me resultan fascinantes: madres hipermotivadas, activistas constantes, feministas muy feministas, enfermeras salvapatrias, funcionarios sin plaza fija, diseñadores gráficos, modernos, saxofonistas y un señor de Cuenca que pasaba por allí.
Es un torbellino de emociones al que asisto como un niño chico a una verbena de pueblo.
Por hacer el cuento corto, salió el tema de los límites del humor a cuenta de la condena a la revista Mongolia, y mientras unos defendíamos que el humor, precisamente, no debería tenerlos (otra cosa es que nos haga o no gracia personalmente), otros sostenían que sí los debía haber, claro. Que uno no puede reírse de cualquier cosa.
Pregunté a una madre del bando del Poca Broma que quién determinaba el límite (si el que marca ahora la ley para la libertad de creación y expresión le parecía insuficiente) y dónde se establecía este.
¿Lo marca el feminismo? ¿Lo marca la moral judeocristiana? ¿Lo marca un policía del humor designado ad hoc? ¿Quién? ¿Y dónde está exactamente? ¿No se puede hacer broma con el maltrato a la mujer, pero sí al hombre? ¿No con judíos, pero sí con católicos? ¿No con musulmanes, pero sí con los señores de Cuenca? ¿Pelirrojos sí? ¿Dónde se para?
La señora, muy seria con su Bitter Kas (las señoras serias siempre beben Bitter Kas), sentenció: en la ofensa.
Acabáramos. Estaba a punto de decirle que no se puede tratar de legislar sobre las emociones, que uno es muy libre de sentirse ofendido, pero no de elevar su particular sentir a orden jurídico, que pruebe a no prestar atención a aquello que no le parece gracioso ni ocurrente, que el mal gusto o la falta de talento (ser impertinente, incómodo o desagradable) no es delito ni debería serlo, que se empieza no aceptando las coñas con musulmanes, por si se ofenden y nos ponen una bomba, y se acaba no pudiendo bromear con los diseñadores gráficos por si utilizan todos Comic Sans…
A punto estaba de decir todo eso, digo, cuando se oyó al fondo a un niño proferir una cosa de esas de niños que solo hacen gracia a los niños. La señora del Bitter Kass aulló: "Martín, calla". Martín, resuelto, gritó: "¿Y por qué?". "Porque lo digo yo".
Y ahí se acabó el debate, los sandwiches de Nutella y casi, como quien dice, el cumpleaños y la alegría de vivir.