El lenguaje está directamente relacionado con nuestros procesos mentales, con cómo conceptualizamos nuestro entorno y a nosotros mismos. Las palabras que usamos determinan nuestros pensamientos y, por ende, nuestras actuaciones.
Resumiendo, lo que nos decimos nos cuenta cuál es nuestra realidad y nos indica qué hacer ante ella. Una palabra que en español es de género masculino, como sol, para nosotros es potente, mientras para los alemanes, que disfrutan del astro en femenino, es algo más acogedor y gustoso.
Parece que el uso de palabras genéricas en masculino, como piloto o perito, reduce el número de mujeres que recordamos en esa profesión y también influye sobre la proporción de varones o hembras respecto a un grupo que tenemos en mente. Seguro que también tiene algo que ver en nuestras aspiraciones y esperanzas.
No voy aquí a postular por pilota o perita, tranquilos, pero sí por cuestionarnos hasta qué punto generalizamos mentalmente dependiendo de una A o de una O. También por recapacitar sobre las diferencias entre resolutivo y marimandona, o minucioso e histérica, por hablar de otros palabrejos usados a menudo en función de qué letras hay en mis cromosomas.
Ya que lo tenemos claro, la pregunta es por qué no lo usamos a nuestro favor, y no solo cuando hablamos de género. También nos empeñamos en suavizar el lenguaje, en ablandar el pico para caminar sobre unas medias tintas sin demasiado sentido.
Por ejemplo, la conocida zona de confort: ese trabajo que no te gusta, un matrimonio que te hastía, un cuerpo que te pesa más que impulsarte. A qué alma de cántaro se le ocurrió titular a eso confort o, lo que es lo mismo, comodidad.
Probablemente a alguien incapaz de hacer el esfuerzo por escapar de una situación a la que deberíamos denominar cárcel emocional o mierda descomunal o si me quedo un minuto más, me tiro por el balcón. Habría que ver entonces cuantos se quedaban ahí, inertes, viendo la vida pasar. Seguro que muchos, pero sin excusa.
Seguimos con las inexactitudes que son mentira. Como mi marido me ayuda en casa, pues qué ideal es y qué suerte tengo, como si no viviera ahí, como si los niños fueran del portero. Porque si te pones objetiva y numérica y ves que te zampas el 90% de las labores domésticas, te entra un desasosiego extraño, un mosqueo muy molesto. Normal. Pues nada, canto en los dientes si baja la basura, maja.
Lo mismo pasa con las personas. Nos mentimos acerca de ellas porque no nos atrevemos a dejarlas marchar. Porque un novio que te marea quizás en el fondo no es especialito, sino un pedazo de cabrón.
Lo mismo con algunos familiares o supuestos amigos.
Y es que las cosas son lo que son, no lo que se dice que son. Ojo con las patologías que algunos llaman amor en lugar de dependencia, egoísmo o maldad absoluta. Qué miedito.
La diferencia entre ser y estar también daría para un buen debate y para la curación de muchos complejos, así como la confusión entre lo normal y lo común, que nos lleva a vivir la vida de otros que no sabemos ni quienes son. A meternos en cajas que nos aprietan y que huelen fatal.
Lo que percibimos como imposible, razonable o difícil decreta cómo gestionamos nuestra vida. Si en lugar de sueño lo llamamos meta, igual movemos el culo para conseguirlo. Ah no, que estoy la mar de a gusto en mi zona confortable, aunque me pinche y me duela.
No es lo mismo querer, que necesitar, que poder. Lo suyo es querer muchas cosas y necesitar pocas. Y poder hasta donde te dé la gana. Hay cosas que se saben y hay otras que se deciden, entre las unas y las otras anda oculto el criterio y el pensamiento crítico. No estoy tan mal es estar fatal. Mejor saberlo para solucionarlo.