Anda el que suscribe inmerso en estos días en lecturas que podríamos llamar arqueológicas. En ellas no sólo se encuentra muchas veces más sustancia que en las coetáneas, sino que a veces se topa uno con destellos que a modo de ráfaga iluminan el presente y le dejan temblando, bajo la impresión de lo claro que vio alguien, hace mucho, lo que todavía hoy ocurre, sólo en apariencia de otro modo y bajo otras premisas y ambiciones.
En ese empeño, y con un propósito concreto, empezaba el otro día a excavar en la impugnación del Idearium español de Ángel Ganivet que hace más de noventa años daba a la imprenta Manuel Azaña y Díaz, cuando me tropecé con una descripción de la crítica de la época que no puedo resistirme a transcribir.
"El silencio (expone como preámbulo don Manuel) envuelve por igual a los muertos y a los vivos, o, peor aún, los envuelve la alabanza pegajosa de los estúpidos, especie de engrudo que deja al artista, y a cuanto representa, inabordable e intocable. Cualquier pretexto es bueno para eximir a la inteligencia de la penosa y comprometida función de juzgar, penosa porque es esfuerzo, y comprometida porque la opinión propia, si es libre y expresa, puede ahuyentar a una clientela, o enojar al patrón, o frustrar la esperanza de un destino de seis mil reales".
Así razonaba justo antes de remangarse para darle estopa a Ganivet, un escritor inspirado y brillante en muchos sentidos (además de profético: presagió la guerra civil y vio sus causas cuarenta años antes de 1936) y que gozaba de predicamento casi unánime, pero que a veces pecaba de pensamiento confuso e incurrió en notorios errores de juicio (por ejemplo, sobre los comuneros de Castilla) que Azaña sacó a la luz sin piedad.
Sin embargo, si uno relee sus palabras desde el momento presente, tiene la sensación de que van más allá del campo de la crítica literaria o artística (aunque también aquí conservan no poca vigencia). En nuestro tiempo y nuestro lugar, con tantas plataformas y canales para expresar opiniones, incluso con la masificación de la función opinadora gracias a las redes sociales, se observa un fenómeno análogo al señalado por don Manuel. Un silencio sobre lo esencial, un pasteleo empalagoso que elude la amarga verdad de ciertas cosas, una abdicación del juicio.
Y las razones no son muy distintas de las que él apunta: no atraerse la malquerencia de la clientela (léase followers), no contrariar a quien de veras manda (quien decide sobre lo que uno puede o no puede alcanzar o ser) ni poner en peligro una canonjía ventajosa cuyo rendimiento se aspira a rebañar.
Vistas a esta luz, la ferocidad con que algunos despotrican de poderes ilusorios, o crucifican a adversarios inofensivos, se torna simple flatulencia derivada de la digestión del pienso que les suministra la obediencia (y aun la sumisión) al granjero de quien esperan provisión presente y abastecimiento futuro.
Conviven así, en Twitter y en los medios, la violencia más extrema y el ronroneo más doméstico, muchas veces producidos, alternativamente, por los mismos emisores. La independencia, esa mercancía que sólo puede adquirirse a cambio de asumir el riesgo de desagradar y quedar a la intemperie, escasea hasta el punto de convertirse una criatura mítica o una tierra rara, y sin ella no hay juicio, tan sólo mera repetición de consignas.
Intenta uno mantener su independencia, echando muchas horas en el pupitre, para aprender y trabajar, y no callarse el juicio inconveniente, aunque esto exija peaje y ya lo haya pagado más de una vez. Pero en tiempos de cancelación y de cortesía mal entendida, ¿a quién que sea sincero no le asalta la duda? ¿Quién no teme, alguna vez, estar teniendo en cuenta lo que no debería para abstenerse de la penosa función de juzgar?