En su famoso artículo ¿El fin de la historia?, publicado en el verano de 1989, Francis Fukuyama se preguntaba lo siguiente, a propósito del triunfo de la democracia liberal capitalista, cuando ya las señales del desmoronamiento del bloque soviético parecen claras: “¿Existen 'contradicciones' fundamentales en la vida humana que, no pudiendo resolverse en el marco de la democracia liberal capitalista, encontrarían una solución mediante una estructura político-económica alternativa?”.
Pocos recuerdan el sombrío final del artículo, en el que Fukuyama, poniéndose el bigotón de Nietzsche, dibuja un panorama (el posthistórico), en el que, una vez comprobado que el “ideal de la democracia liberal no puede ser superado”, y, por lo tanto, sin pugna ideológico-política tras la victoria capitalista, el tedio se apodera de la humanidad, y, con el final de la historia, viene la nostalgia por el “último hombre”.
Un mundo habitado por individuos satisfechos de sí mismos, sin más cometido ni finalidad que el disfrute de su bienestar en un mercado pletórico y de placeres hedonistas: “El fin de la historia será un tiempo muy triste” dice Fukuyama. Y continúa: “En la era posthistórica no habrá ni arte ni filosofía, sólo la perpetua conservación del museo de la historia humana. Lo que siento dentro de mí, y veo en otros alrededor mío, es una fuerte nostalgia por aquellos tiempos en que existía la historia”.
Este panorama está sacado, más o menos, de lo que Fukuyama pudo aprender en Kojeve, y sus célebres lecciones sobre Hegel, y que este llamaba Estado universal y homogéneo. Esto es, el Estado organizado por una legislación universal, altamente burocratizado, con el tecnócrata o funcionario como clase universal, que decía Hegel, y que representaría el éxito total y absoluto de las ideas de 1789.
Dicho de nuevo con Hegel, se clausura la dialéctica del amo y el siervo y su lucha por su mutuo reconocimiento, que era el nervio de la historia. Ahora, en la era poshistórica, y con el ideal de la democracia liberal ya realizado, la lucha está por hacerse visible, en un puro exhibicionismo narcisista, para ganar me gustas como reconocimiento de nuestra propia identidad.
Ahora bien, entretenidos en ese marasmo instagramer, la historia no ha acabado, desde luego, y pareciera como si la Covid-19 viniera a recordarle, como a los césares en su entrada triunfal en Roma, la divisa del memento mori: “Recuerda que eres mortal”.
Y es que, quizás, cabría pensar que así como un aire africano (como decía Ortega) terminó con el estado visigodo en un abrir y cerrar de ojos, ocurre ahora que un morbo asiático haya terminado con ese triunfo del modelo de la democracia liberal capitalista, reducido ahora a triunfalismo, y que aparezcan en el horizonte estructuras político-económicas alternativas por las que preguntaba Fukuyama en su artículo.
En la era posCovid, China es la única economía mundial que ha crecido. ¿Sirve como ideal en Occidente ese modelo chino? ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir Xi Jinping en el foro de Davos, al que no asiste Joe Biden, con aquello de “no tendremos nada, pero seremos felices”?
¿Llega por fin aquel ideal utópico del Viaje a Icaria de Cabet con su divisa “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”? ¿Pero van a ser determinadas, unas y otras (capacidades y necesidades), en chino y desde Asia? ¿Ha llegado pues, por fin, el despertar de Asia?
Sea como fuere, de lo que no cabe duda es de que la historia vuelve.