El Mundo Today tituló así: “Una apisonadora destruye las armas incautadas a organizaciones terroristas en un acto simbólico presidido por Pedro Sánchez”.
Cuando un digital satírico se permite un titular real es que la propaganda ha alcanzado un nivel preocupante de ridículo.
En Twitter se ha bromeado sobre el tufo norcoreano del acto, ignorando que el ridículo no es un efecto indeseado de la propaganda política. Al contrario. La propaganda se permite ser burda porque su objetivo no es el adoctrinamiento, sino la intimidación. Así lo acredita el politólogo Haifeng Huang, de la Universidad de California, en un artículo de 2015.
La propaganda es una demostración de la omnipotencia del Gobierno. Su efecto risible, dice Huang, no es accidental. Es su naturaleza, lo que permite a los súbditos reconocerla. No pretende persuadir a nadie, sino alienarlo.
Huang observa cómo los ciudadanos chinos más expuestos a la propaganda no mostraban mayor índice de satisfacción con el Gobierno, pero sí menor predisposición a discrepar públicamente de él. Las víctimas de la propaganda no son los convencidos, sino los silenciados.
Quienes hayan visitado regímenes autoritarios habrán sentido el roce viscoso de esa propaganda. Recuerdo una habitación en La Habana donde me despertaba cada día escuchando “las noticias” en la radio, con una mezcla de fascinación y perplejidad.
Ante esa retahíla de consignas gubernamentales, dudosamente persuasivas (cuando no simplemente ridículas), era inevitable preguntarse a quién podían convencer. Después entendí que el objetivo del machaque no era lavar cerebros, sino infundir temor.
No hay mayor demostración de fuerza que abusar de lo grotesco. Y este Gobierno bicéfalo nos tiene acostumbrados a ello. Irene Montero miente sobre el consentimiento en los delitos contra la libertad sexual; miente cuando niega la presunción de inocencia en los delitos de robo. Pedro Sánchez ha mentido descaradamente a los ciudadanos desde que llegó a la Moncloa, y no hay semana que Pablo Iglesias no ponga en circulación una nueva extravagancia.
El Gobierno sabe que un acto como el de la apisonadora, con más de cuatro millones de parados y 70.000 muertos oficiales, es imprudente. Pero no pretende engañarnos, sino demostrar su fuerza abusando del descaro.
Lo grotesco no es una debilidad del Gobierno, sino la constatación de que solo responde ante sí mismo. Es un signo de poder y una advertencia a los discrepantes.