A bote pronto, las cosas que suceden de un tiempo a esta parte entre nosotros se parecen a un vodevil y existe la tentación poderosa de convertirlas en motivo de risas y chirigota. Alguien lanza una moción de censura en Murcia y le explota en la cara. Alguien se huele que alguien puede presentarle otra y aprieta sin más el detonador y arroja una lluvia de confeti sobre Madrid. Tras un fin de semana de ¿reflexión?, alguien salta del Gobierno para bajar a la trinchera y salvar a las chicas que la defienden y la primera chica aludida le espeta que ya se sabe salvar ella.
Cada capítulo de esta comedia de enredo da para generar una tonelada de memes, cuya producción y consumo ha venido a convertirse en afición compulsiva para las mentes aturdidas por los confinamientos, los toques de queda, los perímetros, los aforos reducidos, las burbujas, los grupos de convivientes y de WhatsApp y las videoconferencias que las vienen erosionando desde hace ya más de un año. Las mentes de la gran mayoría de nosotros, para qué vamos a engañarnos, a estas alturas.
Tras saquear el catálogo de Netflix y demás, alguno se había quedado ya sin droga narrativa, pero he aquí que vienen a darnos esta: de las duras y además gratis. Frotémonos las manos con lo que serán capaces de soltar por esa boquita Ayuso o Iglesias a lo largo de casi dos meses, con el morbo añadido de que el 5 de mayo uno de los dos será una piltrafa política, despachada en ese mismo mostrador ensangrentado por el que en una semana ha pasado la mitad de Ciudadanos, los que por ahora ponen casi todos los muertos, al borde mismo de la inmolación colectiva.
En el cruce de tartazos que se avecina no es que no pinte nada Ángel Gabilondo, candidato póstumo de sí mismo y de un PSM que podría impartir másteres de fracaso y autodestrucción: es que ni siquiera a la otrora estelar Rocío Monasterio, maestra en el arte de la puñalada dialéctica sinuosa, le aguarda el menor protagonismo. Es posible, aritméticamente, que el primero acabe siendo el presidente de la Comunidad y la segunda consejera y hasta vicepresidenta, además de pieza clave de un gobierno conservador; pero de lo que ahora se trata es de la campaña que ya se avizora, polarizada en torno a ese duelo en OK Corral al que el morado ha retado a la popular, encantada de aceptarlo.
En ese contexto, tiene la candidata de Más Madrid estrecho margen para hacer valer su carácter y su programa, y se verá si para pescar en el caladero del voto abochornado, pero ya puede abandonar toda esperanza de tener presencia en los titulares y en las redes que los amplifican, distorsionan y retuercen. Ahí no hay más que dos y las respectivas parroquias de sus fieles y sus odiadores salivan ante la avalancha de placer y diversión.
Y sin embargo, no es divertido. En absoluto. Esta chusca y esperpéntica batalla de Madrid, desatada en plena pandemia, ahonda el ejercicio de rotura y demolición del país (el de todos, el que tenemos que seguir llamando España sin saber muy bien si significa ya algo, para cuántos y para quiénes). Cada día que pasa es menos fuerte, menos sólido, menos solidario, menos creíble como proyecto colectivo de futuro, entre la gesticulación de quienes lo defienden a costa de considerar sus enemigos a los que no lo conciben como ellos y la cacofonía de quienes gozan proclamando su disfuncionalidad para mejor desbaratarlo.
En medio, o debajo de todos ellos, sosteniendo a pulso sus retribuciones, sus coches, sus escoltas, sus dietas, sus futuras pensiones vitalicias y hasta la botella de agua de la que beben para seguir insultándose desde la tribuna, está una ciudadanía sacudida y atribulada, que ha enterrado a cien mil de los suyos y que cada día parece más claro que es lo último que a toda esta gente le preocupa. Cuesta, la verdad, verle la gracia a la serie.