El que se dejaba llevar por la ira era el que se creía digno de confianza, quienes cometían acciones más odiosas eran los que alcanzaban más renombre, quienes eran más mediocres y por ello no dudaban en atropellar a otro eran los que se imponían; llegaron incluso a cambiar el significado normal de las palabras en relación con los hechos, para que se ajustaran a lo que ellos querían que dijeran.
Así nos describe el ateniense Tucídides la situación que se produjo en Corcira, a la que hoy conocemos como Corfú, cuando hace poco menos de veinticinco siglos se desató en ella el primero de la penosa serie de enfrentamientos civiles que desgarraron las polis griegas y condujeron al declive y la ruina de no pocas de ellas. Ha transcurrido el tiempo, pero no ha pasado de moda su minuciosa y desoladora descripción.
Que le pregunten si no a Javier Cercas, habitante de la que en este momento es nuestra Corcira particular: esa Cataluña desgarrada y fracturada (cada vez cuesta más disimularlo y quitarle importancia) por la confrontación decidida y desatada por aquellos que, sin contar con el suficiente consenso, se han embarcado en el empeño de hacer de su sociedad un lugar que deniega la existencia a la mitad aproximada de la población. No es catalán bueno ni verdadero, según ellos, el que no comulga con la fe en la diferencia irreconciliable que le impide continuar siendo español y no aspira a tener república independiente.
Para promover ese conflicto (que lo es, vaya si lo es, y no podría no serlo) el independentismo ha recurrido con soltura a todos esos desafueros enumerados por Tucídides. A Cercas le ha acabado tocando esta semana la versión más tosca, con gran despliegue de ira, atropello de mediocres y adulteración grosera del lenguaje. Motejar de golpista o falangista a un señor que tan sólo escribe, para quienes quieran leerlo (ninguno de sus textos es de lectura obligatoria, y menos en Cataluña), y que lo viene haciendo siempre desde las antípodas de lo que representa la Falange, es llevar al colmo el retorcimiento de las palabras, que como ya vio Tucídides son víctimas predilectas del odio civil.
Sin embargo, nada de esto es nuevo y por tanto es noticia sólo hasta cierto punto: lo noticioso es que a Javier Cercas le han tendido una especie de trampa, exponerlo allí donde nadie contaba con que pudiera decirse lo que él dice y piensa, para que una jauría convenientemente aleccionada y espoleada se le arrojara encima con la intención de despedazarlo. Interesa que alguien que puede declararse catalán, en buen catalán, sienta el aliento de esa jauría en el cogote. Quienes pensamos como él, sin ser catalanes, ya hace siglos que no existimos para TV3, ni para la mayoría de los medios imbuidos del celo identitario.
Que la mediocridad y la adulteración del lenguaje disponen de amplio margen de maniobra en Cataluña se puede ver en el reciente documental que TV3 ha tardado ocho años en producir sobre la escandalosa fortuna que la familia de quien la gobernó durante décadas ocultaba ilícitamente a los catalanes. Apenas hace parecer reprobable el hecho de que el primogénito del clan pegara un pelotazo de cinco millones de euros, sirviéndose de sociedades pantalla situadas en tres jurisdicciones y gracias a un vertedero ilegal. Lo demás, casi como que se comprende.
Según el narrador del reportaje, si el abuelo, Florenci Pujol, se dedicó al contrabando de divisas, y se lucró por ello, fue por culpa de las restricciones que la dictadura franquista imponía a los probos empresarios textiles catalanes. Cuando se llega ahí, es que ya se ha perdido toda la vergüenza. Que no se cuenta más que con mentes adormecidas o amedrentadas. Pero Cercas está despierto y no se deja asustar. Mala noticia para los que se empeñan desde hace años en remedar Corcira en Barcelona.