En estos días preelectorales, todo el mundo ama Madrid. Especialmente los políticos, cada uno con su proyecto para la ciudad que, en realidad, lo es también para todo el país. Los candidatos están leyendo en letras muy gordas, de cuerpos tipográficos enormes, esta extraña situación que se ha generado desde la también inhabitual génesis que forjó esta convocatoria electoral.
Por ello, entre unos y otros han acabado generando una suerte de triste y hueca incertidumbre que, junto a cierta sensación de honda agresividad, inquieta a la ciudadanía.
No se debería tratar de salvar al soldado Ryan, que eso ya lo intentó Tom Hanks, ni tampoco a la capital española, sino exclusivamente de que elijamos felizmente el modo en el que preferimos que nos gobiernen. Sólo eso.
Pero no es así. Nos hacen creer que o bien les votamos a ellos (da igual a quién), o que esperemos el derrumbe de nuestras esperanzas de bienestar, nuestro marco político o nuestras propias vidas. No debería ser para tanto.
Pero para Isabel Díaz Ayuso, la candidata sobrada de sí misma, el dilema es claro: comunismo o libertad. No está mal como expresión de lo que ella defiende que nos jugamos el 4-M por muy engañoso que pueda resultar, ya que los populares dramatizan apropiándose del hermoso concepto de la libertad que, sin duda, no les pertenece.
Pero ese lema se ha quedado obsoleto con la aparición de otro de tipografía aún mayor, el que ha resucitado la izquierda: “Esto no va de Madrid, va de democracia”. Tampoco deberían los partidos que se consideran progresistas asociarse en exclusiva al también idílico mundo democrático como si fuera de ellos. No lo es.
Tampoco es de Mónica García todo el conocimiento sobre la pandemia, pero no cabe duda de que ha conseguido que lo parezca. Con qué extrema habilidad ha entendido el contexto Íñigo Errejón, líder de Más País.
¿Qué mejor candidato en medio de una pandemia que una médica? Una que, además, no para de seducir con un verbo e imagen equilibrados a los que tiene alrededor, o incluso algo alejados, de su ubicación política.
La está sufriendo mucho Ángel Gabilondo, sometido a batallar con otras generaciones más preparadas que la suya en este mundo en el que la inmediatez y la vivacidad suponen media victoria. El discurso del candidato del PSOE necesita espacio y tiempo, algo que una campaña como la que estamos viviendo en absoluto puede ofrecer.
El barco de Ciudadanos se hunde a pesar de que el capitán Edmundo Bal navega con todo el arrojo y, a menudo, acierto, en medio de la tormenta. Este hundimiento va a constituir una gran pérdida para el país. La apuesta naranja, rodeada de tanta guerra polarizada, debería valer mucho más.
Albert Rivera, primero, e Inés Arrimadas, después, han elegido desde el puesto de navegación demasiadas rutas equivocadas, algunas de ellas contradictorias entre sí. Si no surge un milagro, el centro utópico de Bal avistará un desconsolado y abrupto puerto final este 4 de mayo.
En el extremo de la izquierda, Pablo Iglesias se lo ha apostado todo, desde la vicepresidencia del Gobierno de la nación a la supervivencia de Unidas Podemos en Madrid. Su proyecto pretendió asaltar los cielos. Ahora sólo le queda el de la capital. Asaltarlo no lo va a conseguir, pero podría arañarlo si la izquierda continúa movilizándose y logra cristalizar un ascenso para el que, en alguna medida, él supone un enorme freno.
La actitud y las amenazas de Vox, sin embargo, refuerzan a quienes lo enfrentan. A la derecha de la aún presidenta de la Comunidad, Rocío Monasterio, con su sonrisa y su insolencia, no para de instigar para que lo que nos juguemos la semana próxima sea todo.
Su manera de relacionarse con sus oponentes, tan odiosa, tiende a alterar la conciencia de quienes escogerían una derecha moderada y sensata. Si Ayuso la necesita, Madrid será algo bien diferente a lo que esperan los conservadores más moderados. Monasterio también es el freno del PP.
Todos aman Madrid. Algunos, todo el año, todos los años. Entre ellos, el que más nos quiere es James Rhodes, el pianista y escritor que acaba de publicar Made in Spain, aunque él fuera concebido lejos de nuestra ajetreada península.
Otro autor que nos adora es Ian Gibson, que también ha publicado estos días Hacia la república ibérica: reflexión y sueño de un hispanista irredento. Feliz en su casa de Lavapiés, el escritor británico reclama su sueño de “una España tranquila”.
Pero este no es tiempo de calma en Madrid. La crispación, alimentada por los constantes bulos y por la irresponsabilidad de los políticos, que ya ni debaten entre sí para que les escuchemos, ha tomado la calle, las pantallas, las terrazas.
Rhodes y Gibson, dos madrileños adoptados por la ciudad, seguirán amando Madrid cuando los políticos dejen de hacerlo o, al menos, de decirlo. Ojalá que, para entonces, las urnas arrojen un resultado que permita a Madrid convertirse en lo que podría ser: la capital más feliz de Europa.