Ayer fue un día de fiesta y alborozo. Los españoles celebramos por todo lo alto nuestro ceremonial favorito: tirar de nosotros mismos hacia abajo. Hacernos de menos, disfrutar de nuestra nula autoestima, proclamar nuestra irrelevancia. Las tertulias echaban humo con la agradable mezcla perfecta de tragedia y comedia, de indignado dolor y risas tontas.
Con los peleles de Pedro Sánchez y Luis Enrique ahorcados en la plaza pública como únicos culpables, era una felicidad completa glosar el peripatético desdén de cuarenta segundos (¡si es que llegó a tanto!) del presidente estadounidense (“¡americanos, os recibimos con alegría!”) hacia nuestro presidente y la falta de gol de nuestra selección de fútbol.
Claro que ni nuestro presidente ni nuestra selección están considerados como nuestros por todos, y eso no es asunto menor, sino clave del regocijo. En el lenguaje que mejor conocemos, el futbolístico, venga aquí el lamento político: España no tiene gol, España no chuta, España no gana. ¡Pues no será por los goles que nos metemos en propia puerta! ¡Qué bueno, oye!
Balanceando lo político y lo económico, y aunque sólo seamos país invitado en el dichoso G-20, España es, aproximadamente, uno de los quince países más importantes del mundo. Eso es así, y está dictaminado por los organismos internacionales que miden y dicen estas cosas.
Pero hay algo en lo que estamos mucho más arriba. No me refiero al turismo de sangría, sol y playa, sino al idioma español, que es el cuarto más hablado del mundo con unos 585 millones de hablantes. El primero es el inglés, por supuesto, y como después vienen el chino mandarín y el hindi, de circulación muy local, pues se puede decir que el español es el segundo idioma de implantación internacional en el mundo.
Y llegados a este punto, una elipsis y a saco: España no tiene otra posición de ventaja y de partida (también para reforzar su relevancia política y económica) que (sin necesidad de sacar pecho imperialista, pero evitando la actual bobería suicida de chuparse el dedo) propulsar el liderazgo que el uso del idioma español le pone en bandeja y que, de forma inequívoca, va unido a otros dos ingredientes concatenados y multiplicantes los tres entre sí: la historia y la cultura.
Hacer valer y potenciar el patrimonio histórico y cultural, el tangible y el intangible, el conservado y el creado cada día, y lo que relaciona a ambos a través del idioma, debería haber sido desde el minuto uno de nuestra democracia la base de nuestra política exterior e interior.
Ahí es donde somos competitivos en primera línea y esa es la principal palanca de la que disponemos para cualquier clase de liderazgo y relevancia: en todo el continente americano, en buena parte de la Europa en la que fuimos líderes (de más a menos, ciertamente) durante tres siglos, en parte de la África negra y árabe, en determinados enclaves de Asia…
¡Buenooo! ¡Vamos listos! Pues sí, vamos listos. Hemos dejado que la cultura se convierta en una tabarra de las élites para sermonear a la millonaria audiencia de Sálvame, de manera que es un veneno para la taquilla electoral de los partidos, que (sabia y arteramente) ni la nombran. También lo es, dicho sea de paso, para la aceptación de este artículo. El idioma español, por territorios y por facciones políticas, está cuestionado y disminuido.
Y de la historia, mejor no hablar: un campo de minas que explotan y nos dividen en mil pedazos. O sea que hay que seguir trabajando por la cultura, por la historia y por el idioma. Y sin carné político en la boca, a ser posible.
¡Gol de España!