Una vez aprobado el decreto de indulto por el Gobierno, el rey no podía sino firmarlo y el tribunal ordenar la inmediata puesta en libertad de los indultados. Ya están en la calle y no han agradecido el gesto que con ellos ha tenido el Estado cuyas leyes infringieron; tampoco ninguna palabra hacia las personas a las que pudieran haber causado algún perjuicio sus acciones. Ya sabíamos que se creen en una posición moral superior a la del resto, incluidos quienes hacen y aplican las leyes que obligan a los españoles y los españoles mismos, en tanto que ellos ya no sienten serlo. También sabíamos que cualquier dolor que en la persecución de su propósito puedan causar a terceros lo dan por bien empleado, incluso que parten de la premisa de que el buen catalán debe aceptar cuantos destrozos le cause la secesión.
Qué más da. Es lo que hay. Ni van a agradecer nada ni van a disculparse por nada. Están libres, a cambio de nada, porque quien decide ha optado por la magnanimidad y porque la ley, salvo interpretación improbable de los jueces, le faculta para ejercerla con ellos. Como dicen los aficionados a los videojuegos (y aunque alguno no se haya enterado, no quiera enterarse o se empecine en que las manecillas del reloj giren hacia atrás) ya hemos pasado a otra pantalla y más vale ponerse a jugarla.
Para empezar, si se ha indultado a quienes hicieron lo más, esto es, a quienes cometieron los delitos más graves, no parece que sea muy coherente ensañarse con quienes hicieron lo menos siguiendo la senda marcada por sus líderes. No vaya a pasar como en nuestro triste siglo XIX, que tan bien nos contó Benito Pérez Galdós: que a los generales sediciosos se los perdonaba una y otra vez pero se fusilaba sin piedad a los sargentos. Los indultados ya se han apresurado a sacar esta conclusión, reclamando el perdón de los que ellos llaman los 3.000 mártires, es decir, todos los que tienen alguna cuenta abierta con la justicia por el procés.
Pero hay otra conclusión que se sigue de la anterior. Si el Gobierno ha hecho una exhibición de indulgencia con aquellos que trataron de echar abajo el orden constitucional, no debería dejar de ser igualmente generoso con quienes para defenderlo, en cumplimiento de una orden judicial y siguiendo directrices políticas que no podían desoír, se vieron arrojados a un choque con la ciudadanía por el que los han acabado imputando. Si quienes los desprecian como esbirros no lo ven así (ni lo verán nunca), cabría esperar al menos que el Gobierno no considere de mejor condición a los enemigos declarados del Estado que a quienes con mayor o menor acierto se fajaron a su servicio.
Lo que en esta nueva fase le toca al Gobierno está claro: aprovechar estos dos años para poder ofrecerle al electorado el resultado tangible y positivo de su excepcional medida de gracia. Fácil no lo tiene. En cuanto a la oposición, parece creer cumplir presentando recursos de incierto pronóstico, pidiendo elecciones que no le van a dar y proclamando la humillación de España, cuando no su descomposición, su aniquilación y su ruina.
Bueno, es una opción. No cuesta mucho jugarla, así a bote pronto, aunque se va a hacer largo el partido si de su pizarra no sale nada más durante veinticuatro meses, y más largo aún si los recursos presentados se inadmiten. Tal vez alguien podría plantearse, sin embargo, un posible plan B, para el caso de que una vez más el nacionalismo catalán tenga la tentación de hacer como el escorpión de la fábula. Diseñar un escenario alternativo, donde en lugar de un Gobierno al filo del abismo el secesionismo tenga enfrente a un país fuerte, en el que se piense dos veces si clavar el aguijón. Bastaría con ofrecer al Gobierno su respaldo, si su apuesta falla. Llámenme ingenuo. A veces uno cree que puede pesar más el bien común que la cruda tajada partidista.