La prueba de que la derecha ha ganado ya la batalla cultural son los argumentos a los que ha tenido que recurrir la izquierda para defender la dictadura cubana:
– "La culpa es del bloqueo" (ergo "hasta un régimen 100% socialista depende del comercio con el capitalismo para su supervivencia porque es incapaz de producir siquiera los bienes más básicos para la supervivencia de sus ciudadanos").
– "Cuba no es una dictadura, es una democracia socialista" (ergo "la democracia y el socialismo son incompatibles y una dictadura es lo más cerca que el socialismo estará jamás de la democracia").
– "¿Por qué hablamos de Cuba y no de Arabia Saudí?" (ergo "el socialismo es a la libertad lo que Arabia Saudí a los derechos humanos").
– "La culpa es de Donald Trump" (ergo "la culpa de que los cubanos no puedan votar, de que no tengan comida ni vacunas y de que sean apaleados por protestar contra el régimen que ha aplastado sus derechos durante 62 años es de un presidente estadounidense que ha gobernado durante 48 meses en el país vecino").
– "Cuba es un régimen ejemplar" (ergo "sufro un trastorno de personalidad que me lleva a tratar a los demás con crueldad e indiferencia y que me impide sentir culpa o remordimiento frente al dolor ajeno").
La idea de que la izquierda ha ganado o está ganando la batalla cultural nace de la confusión entre los valores dominantes en una sociedad cualquiera y los que impone el poder político mediante la propaganda y la coacción social.
Los primeros son hoy, en Occidente, abrumadoramente burgueses, conservadores e intuitivos, y están alineados con precisión cuántica con la naturaleza humana más elemental.
Resumiendo ese pack de convicciones de serie: los sexos biológicos son dos y el género es una ficción académica sin conexión alguna con la realidad; la célula elemental de la sociedad es la familia; la libertad personal es preferible y moralmente superior a la igualdad de resultados; y las creencias fuertes, cohesivas y estables son preferibles a las volubles, espasmódicas y coyunturales.
Los segundos son hoy, también en Occidente, artificiosos, volubles y contraintuitivos. Si estos valores son percibidos hoy como mayoritarios en determinados ámbitos muy alejados del ciudadano medio (la universidad, los medios de comunicación y la política) es sólo porque gozan de una visibilidad desproporcionada en relación con su representatividad real.
La victoria del liberalismo y el conservadurismo sobre el progresismo, en fin, no se debe juzgar por el derribo de una docena de estatuas en los campus de las universidades más elitistas de Occidente, sino por la dirección de los flujos migratorios (siempre desde el socialismo al capitalismo, nunca a la inversa) y por lo que hace la gente en la vida real, no por lo que dice que hace en las redes sociales. Se vota con los pies, no con las manos, y el resto es sólo nostalgia de esclavo y penitencia autoimpuesta.
Un solo ejemplo, no por maniqueo menos real.
El 22 de mayo de 2017, un terrorista islámico hizo estallar una bomba de 32 kilos durante un concierto de Ariana Grande en el recinto Manchester Arena de la ciudad del mismo nombre. En el atentado murieron 22 personas y un terrorista.
La investigación del atentado, cuyos detalles se hicieron públicos hace apenas unas semanas, y de los que habla Douglas Murray en este artículo de la revista Spectator, revela algunos testimonios interesantes. Entre ellos el del guardia de seguridad Kyle Lawler.
Lawler, como otros guardias de seguridad presentes en el Manchester Arena, vio al terrorista, Salman Abedi, rondar el estadio durante una hora y media antes del concierto. Lawler pensó que Abedi se comportaba de forma sospechosa. Cargaba con una mochila enorme y parecía tener dificultades para acarrear su peso. Reino Unido estaba en estado de alerta y la consigna era "si ves algo, dilo".
Pero Abedi parecía musulmán (obviamente lo era) y Lawler tuvo miedo de ser acusado de racista. Algo que habría acabado con su despido y, dependiendo de la furia purificadora de las turbas linchadoras de la prensa, la televisión y las redes sociales, probablemente también con su muerte social.
Así que Lawler no dijo nada y hoy sigue vivo socialmente, pero al precio de 22 muertos. "Mejor ellos que yo" debió pensar Lawler. Y pensó bien. Pero lo que hizo sobre todo bien fue interpretar a la perfección ese set de valores deshumanizadores impuestos por el poder político de los que hablaba antes.
El ejemplo anterior demuestra por qué la batalla cultural es relevante y tiene consecuencias en la práctica que van más allá del despido de un profesor estadounidense o de la publicación de un estudio churrigueresco que sostiene la tesis de que Gengis Khan fue un héroe climático porque sus matanzas de seres humanos le ahorraron a la atmósfera miles de toneladas de dióxido de carbono.
Pero también demuestra la diferencia entre valores impuestos por la fuerza y valores interiorizados. Lawler tuvo la intuición correcta en base a una cosmovisión de la realidad eminentemente práctica y alineada con el sentido común. Y luego la aplastó bajo espesas capas de represión y de ficciones ideológicas.
Porque los prejuicios, que son la verdadera batalla cultural real que se libra en nuestro interior, no son más que el producto de la inferencia de probabilidades estadísticas elementales. ¿Por qué los camareros le sirven el whisky a él y el agua con gas a ella? Por pura probabilidad estadística.
Responda a estas dos preguntas:
¿Qué probabilidad hay que de una anciana que acompaña a su nieta de ocho años al concierto de Ariana Grande sea una terrorista?
¿Qué probabilidad hay de que un ciudadano que parece musulmán, que actúa de forma extraña y muy sospechosa, y que porta una mochila demasiado grande y pesada para la ocasión sea un terrorista?
Si la batalla cultural la hubiera ganado la izquierda, la respuesta sería "la misma en ambos casos". Pero la batalla la ha ganado la derecha. Porque cualquier persona con un cociente intelectual mínimo deduce sin excesivos problemas que la respuesta a la primera pregunta es "nula" y la respuesta a la segunda es "más alta de lo que estoy dispuesto a comprobar en persona".
Cosa muy diferente es el poder necesario para imponer comportamientos aberrantes por la fuerza, como el de evitar reportar la presencia de un sospechoso por miedo a las represalias de la turbamulta, aunque sea al precio de casi dos docenas de muertos.
Pero eso no es batalla cultural, sino una batalla de otro tipo, y probablemente la izquierda sí esté ganando de forma muy clara la batalla de la represión.
Ninguna novedad histórica al respecto, en cualquier caso. Siempre ha sido así.