Las modas se definen por ser imprevisibles y fugaces. Van y vienen como anárquicos golpes de viento. O eso parece, porque en la naturaleza de las modas está el fingirse espontáneas y así las vivimos, sin sospechar que pueda haber una mano invisible manejando las tendencias.
Para sorpresa de muchos, en otoño de 2021 se vuelve a llevar el siglo XIX, por lo menos en materia penal. La reforma de los delitos de rebelión y sedición ha dejado de ser una prioridad, cuando hace no mucho eran fósiles decimonónicos que urgía actualizar. El entonces ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, insistía día tras día en la necesidad de avanzar hacia la homogeneización con Europa. En sus propias palabras: “Las figuras penales de la sedición y la rebelión son propias del siglo XIX, cuando se atacaba con tanques”. Ya saben, los típicos tanques del siglo XIX. Bromas aparte, el sentido de su frase es claro. Y no le falta razón.
Las amenazas para nuestra soberanía no son las mismas que entonces y nuestro Código Penal debería adecuarse a los retos del presente. La falta de liderazgo del Ejecutivo de Mariano Rajoy y la pasividad del Legislativo nos obligaron a enfrentar con instrumentos de otro siglo una insurrección anunciada y televisada, como fue el procés. La holganza de Rajoy culminó el proceso de inmunodepresión nacional que inició José Luis Rodríguez Zapatero con la derogación de los artículos que castigaban la convocatoria de referendos ilegales.
Algunos malpensados siempre sospechamos que la intención del Gobierno de Pedro Sánchez no era afinar el tipo penal para proteger eficientemente nuestra soberanía, sino despenalizar retroactivamente los actos para exonerar a los culpables. Y no por piedad, ni por el interés general, sino por conveniencia personal.
Ahora que el Gobierno pone en pausa la inaplazable reforma del delito de sedición se confirma la sospecha: el objetivo siempre fue dejar sin efecto la condena, y esa misión ya la han cumplido los indultos. Sí, la reforma también se sopesaba como un salvoconducto para los fugados. En especial, para Carles Puigdemont.
Pero a Pedro Sánchez le basta con lo que tiene para convocar su mesa de diálogo y tiene asegurado el apoyo parlamentario de ERC. Sánchez es consciente de que el coste político de emprender esa reforma, en el sentido que desean los independentistas, es mayor que el de frenarla. Si no lo fuera, sería lo primero en su agenda.