En las últimas semanas, he escuchado a bastantes personas decir que no entienden nada, que todo ha cambiado, que este mundo ya no es su mundo. No eran ancianos quienes así se expresaban, aunque sí personas maduras y también ilustradas, dotadas de armas intelectuales para comprender y, desde luego, personas inmersas en esa especie de juventud vital y espiritual prolongada de la que hoy pueden disfrutar quienes antes ya pasaban al tiempo de descuento.
Acompañaban sus palabras con un gesto de incredulidad, o desazón, o impotencia, o desistimiento, o con un encogimiento de hombros. Mi tiempo ya pasó, venían a decir, cuando todavía tienen mucho tiempo por delante.
¿Qué está ocurriendo? De repente, vamos por la calle enmascarados, y eso no es moco de pavo. Es muy extraño, y se corre el riesgo de que esa extrañeza se proyecte hacia todo. Como la pandemia misma, una enfermedad planetaria. El mundo está enfermo. No se puede decir esta frase, que responde a la realidad, sin que estalle su potencial metafórico.
En la película Lazos, un personaje le dice a otro algo parecido a esto: “Tú nunca vas a ser alguien capaz de tener sueños y cumplirlos; tú eres lo que te sucede”. ¿Somos todos ahora lo que nos sucede?, ¿estamos a merced de una serie de incidencias que no controlamos y que, por el contrario, nos determinan?
Hace sólo unas décadas, el rechazo a los cambios parecía ser propio de personas muy mayores o directamente reaccionarias que ni comprendían ni querían admitir los nuevos rumbos que la sociedad tomaba. Pero esos rumbos eran fruto de las ideas y de los propósitos, más o menos compactos y compartidos, de una generación más joven que sabía o creía saber hacia dónde deseaba encaminarse.
A esa generación que rompió con lo anterior y cambió las cosas pertenece, precisamente, la mayoría de la gente que dice que ya no entiende nada. Y lo que no parece haber, por variadas circunstancias desfavorables, es otra generación más joven que sepa lo que se trae entre manos y que goce de las condiciones y oportunidad de sacar adelante sus más o menos coherentes propósitos.
Liquidez, atomización, contradicciones, doble moral, crisis concretas e incidencias accidentales parecen estar ocasionando, sin que se detecte una línea de fuerza ni a alguien al mando, los indiscutibles cambios políticos, económicos, tecnológicos, laborales, culturales, sociales, de valores y de costumbres que hacen este mundo incomprensible para muchos, encima en el contexto de un planeta exhausto y literalmente enfermo.
No es de extrañar que unos opten por refugiarse en causas extremas, radicales o, sencillamente, muy específicas para así encontrar compañía, objetivo y sentido, pero este fenómeno, incluso pese a sus casos más plausibles, acaba formando parte hoy de un espejismo o de una realidad de caos y de desconcierto porque crea un abigarrado e incitante mercado de causas, a veces hostiles y excluyentes entre sí. Otros optan por el carpe diem, por vivir a tope el momento, por autoabastecerse de sus principios, por el individualismo a ultranza o por la fuga.
Si es que sigue estando de moda marcharse a vivir al campo no es sólo por huir de la ciudad (como se decía antes), de sus tópicos de prisa, masificación y estrés, ni por un amor apasionado hacia la naturaleza, sino, tal vez, por organizarse una vida acotada, propia y comprensible, presuntamente a salvo del fragor del alboroto de ideas y de factores aleatorios condicionantes.
Es verdad que, sin abrirse al tormentoso plano general, hay una gran mayoría que está experimentando que, en sus profesiones y oficios, han cambiado las herramientas y las reglas del juego. Esos cambios les rebasan, les dejan (o así lo sienten) fuera del partido. Buena parte de todos los pequeños ecosistemas (familiares, laborales, comunitarios, profesionales…) se han transformado por el azar, la necesidad, la invención o el empuje de briosos y unilaterales pensamientos y fines emergentes.
También es verdad, pero no todos lo admiten, que se están produciendo mejoras, que no pocas causas, esfuerzos e investigaciones están obteniendo frutos que suponen grandes avances, nunca conocidos hasta la fecha, para grupos antes marginados y muy perjudicados. Esos cambios son juzgados por algunos con desconfianza e irritación, con resentimiento y con temor a perder posiciones, con atención sólo a sus posibles excesos y no a su línea de promedio y equilibrio.
Muchos se suben a los nuevos carros por instinto de supervivencia, pero sin gusto, otros dudan, otros disimulan para no parecer antiguos o del lado malo, otros se paralizan, otros reaccionan con virulencia, otros (sencillamente) son víctimas bajo sus ruedas. Parecen estar más contentos (dentro de un variopinto paisaje) los más adaptables, los indiferentes, los más propensos a un comportamiento sectario, los que tocan y constatan sus logros benéficos, los que llevan el estandarte, los iluminados y los muy convencidos de lo que les echen y también los que ven, en el desasosiego y en la insatisfacción generales, el caldo de cultivo para su inminente golpe sobre la mesa y predominio. Es un puzle.
Las preguntas son: ¿vamos hacia alguna parte?, ¿sabemos hacia dónde vamos?, ¿vamos o venimos? O, tal vez, este momento de convulsa agitación no tenga señalización todavía porque va a dar paso a una decantación y a un poso selectivo de ideas y tendencias que cuando se produzcan, entonces sí, marcarán una dirección distinguible y con sitio y condiciones para los más diversos.
Que de eso se trata: de que los diferentes entiendan lo esencial y lo común y todos quepan en el recorrido. Y es mejor tener y perseguir sueños factibles que resignarse a ser lo que nos sucede: en este segundo caso, es mucho más probable que no entendamos nada.