A mí que me registren, pero a la hora de escribir esta columna no me asiste mala intención alguna hacia los aludidos. Parto de un hecho histórico ocurrido días atrás en la isla de Cerdeña, concretamente en el aeropuerto de Alguer, donde aterrizó el pastelero Puigdemont (picodemonte para los amantes de la traducción simultánea, que también dicen Generalidad, Puerto de la Selva o San Baudilio) para asistir a una romería folclórica.
Le acompañaba el sequito de siempre: su abogado, Gonzalo Boye, su lacayo Toni Comín y un grupo de fans recién llegados de Cataluña. Se esperaba al president Aragonés, que eligió la vía marítima (12 horas de reparadora siesta) y saludó al prófugo con cero entusiasmo.
Quienes no se sentían del todo ubicados debieron de creer que la comitiva había tomado la plaza de Sant Jaume en Alguer: "aquí los castellers", "aquí la geganta" (y no me refiero a la señora Borrás), aquí la clac, aquí la banda de música, etcétera.
A muchos catalanes les tira Cerdeña, y no precisamente por el pijerío de Costa Esmeralda y Porto Cervo, sino por la causa nostálgica de la conquista del Mediterráneo. Hace un siglo, casi toda la población del Alguer hablaba catalán. Ahora no llega ni a la cuarta parte.
La ciudad fue fundada en el siglo XII bajo el dominio de los Doria, que construyeron el primer núcleo histórico. El idioma oficial es el italiano, y los cooficiales, el sardo y el catalán. Pero también se habla el alguerés, variante del catalán. En el resto de la isla, aparte del italiano, se hablan seis lenguas más: el gallurés, sasarés, corso, alguerés (catalán antiguo), ligur tabarquino y sardo, que es el más literario.
Aunque L'Alguer lo fundaron los genoveses, lo repoblaron más tarde los catalanes y el catalán pasó a ser, durante mucho tiempo, el idioma de uso corriente. En 1650 la ciudad fue castigada por la peste, que llegó a bordo de un barco catalán y contagió a gran parte de la isla.
L'Alguer se llamó, popularmente, la Barceloneta sarda, pero los catalanes se convirtieron en un núcleo de población detestado.
Es sabido que, en Flandes, los españoles gozaban de mala fama, hasta el punto de que a los niños no se les decía "¡que viene el coco!", sino "¡que viene el duque de Alba!". Los italianos de Alguer utilizaban métodos similares para infundir temor en las almas cándidas de las criaturas. Las madres italianas reñían a sus hijos diciendo: "¡O te comes las sopa o llamo a los catalanes!".
Todas las culturas utilizan leyendas ancestrales para asustar a la santa infancia. Con bastante probabilidad, la próxima estrategia será un grito de guerra con pretensiones de futuro: "¡¡Que viene Puigdemont!!!".