Durante el cuarto de siglo largo que llevo meditando acerca del fomento de la lectura, en mi condición de padre, ciudadano y profesional de la creación literaria y de la gestión cultural, he podido llegar a unas cuantas conclusiones. La primera es que la estrategia primordial para crear lectores es enseñar de verdad a la gente a leer. Es decir, darle una buena educación, que en este ámbito no consiste sólo en proporcionarle al alumno la aptitud para que descifre el lenguaje escrito, sino en invitarle a activar y manejar los resortes ocultos que hacen que nos conmueva.
La labor requiere tiempo, acompañamiento, imaginación, amor y energía. No es fácil sostener en el tiempo todo eso, y aun cuando se haga siempre cabe el fracaso. Hay quienes son por naturaleza reacios al esfuerzo de abstracción solitaria que exige la lectura, y más todavía en un mundo donde siempre hay un estímulo inmediata y fácilmente consumible para distraerse.
Una segunda constatación es que de todas las medidas que se han puesto en práctica para fomentar la lectura la más eficaz, con diferencia, ha sido una que no tenía ese propósito, pero lo ha favorecido como ninguna otra: el confinamiento domiciliario decretado para atajar la pandemia. En esos dos largos meses de reclusión, dedos que hacía siglos que no abrían un libro, incluso no pocos que apenas lo habían abierto antes, se han puesto a pasar páginas, y libros que en sus anaqueles desesperaban ya de encontrar un lector se han visto arrancados de la estantería para ofrecer su contenido a unos ojos ávidos de explorarlo.
Es la misma razón que explica los altos índices de lectura en las prisiones, donde uno se encuentra un mayor porcentaje de lectores que en la calle, y sobre todo una cuota muy superior de lectores asiduos, aunque el nivel educativo de los reclusos no aventaje al de los que no se han visto privados de su libertad por delinquir. No es cuestión, en todo caso, de encerrar a la gente para convencerla de que leer es una actividad estimulante.
Sin ser tan eficaz, he podido constatar que hay una medida que coadyuva de manera apreciable a fomentar el hábito lector en la adolescencia, e incluso a prorrogarlo en la edad adulta: los encuentros de escritores con alumnos en centros de enseñanza. No lo afirmo desde la teoría, sino desde la praxis de haber hecho cientos o miles de ellos, desde hace más de dos décadas, y a la vista de la gran cantidad de lectores, hoy adultos, que vienen a verme en las ferias del libro y que recuerdan, vívidamente, el día que estuve en su instituto, diez o quince o más años atrás.
Para fomentar estos encuentros, el Ministerio de Cultura dispone de una partida presupuestaria, que cubre los gastos de viaje del autor y unos modestos honorarios (de 300 a 200 euros después de impuestos, dependiendo de su tipo marginal de IRPF). Es una buena idea, porque funciona, y la prueba está en la alta demanda que registra el programa por parte de los centros de enseñanza. La cruz del asunto está en la cantidad de solicitudes que no pueden atenderse. Y es que para esta acción, de probada eficacia en el fomento de la lectura, se destina una suma de poco más de 200.000 euros, suficientes para llevar a cabo poco menos de 400 encuentros anuales.
En estos días se han resuelto las solicitudes y llegan a los autores los mensajes amargos de los profesores solicitantes que se han quedado fuera, muchos más que los agraciados. También es una mala noticia para los autores cuya economía es precaria o muy precaria, y que por esta vía podrían mejorarla; no por la cara, sino realizando una aportación valiosa a la sociedad.
De pronto, se anuncia una partida que multiplica por mil la asignada a este programa, destinada a consumo cultural juvenil. Se pregunta uno cuántos lectores creará. Si interesa crearlos.