El tema de la semana es una habladuría: más o menos lo que merece este país lleno de patios de corrala. Que dicen que Ábalos tiene más noche que el camión de la basura. Que dicen que viene “entregándose” (los verbos son translúcidos, los verbos pueden ser carcas) a una “oscura doble vida” (¿qué es la vida si no oscura, qué es la vida sino doble, y triple, y múltiple, y poliédrica y compleja?).
Dicen que le mola “la fiesta” y quedar con “mujeres en locales y pisos privados” (no se pierdan ese uso tan simpático de la palabra “mujeres” como sinónimo descarnado de “putas”. Jajá). Dicen que montó un guateque en un Parador (¿en cuál?) y que la habitación “quedó destrozada” (¿llevaba martillo, acaso un lanzallamas?) y “con restos de todo”. ¿Qué es “todo”, al cabo? ¿Pájaros, esperma, cocaína, torreznos, champán, pelos, libros, agua bendita?
Dicen que el colega maneja una existencia “caótica”, que viaja “en declive”, que ha perdido “el rumbo y el orden de su vida”. Agárrense: cuando pensábamos que nos habíamos librado del sermón del cura, nos llega la arenga de los periodistas y los correveidiles, tan rectos ellos, tan intachables desde el escudo de su intimidad. Quieren que seamos buenos chicos: si no, nos pegarán un reglazo en la mejilla o nos colocarán un garbanzo duro en las piernas mientras nos arrodillan de cara a la pared al final del aula. Esquinas de la vergüenza: toda, toda la vida. Le pondremos una vela a San Ignacio de Loyola a ver si él puede meterle mano a nuestras almas perdidas.
Las cosas están así. Las “fuentes de primer nivel” se toman tres cafés cortados y te airean ante España entera aquella borrachera tan mala que te pegaste el día de tu graduación. Tus viejos vómitos por sus vómitos nuevos: es el ciclo de la vida. Es el ciclo de la política cañí. Es el ciclo de la cloaca.
Miren, yo no sé qué hace Ábalos cuando el sol se pone: lo mismo engancha la peluca, se convierte en La Prohibida y mete tres melenazos en el Delirio de Chueca (qué buen garito), a mí qué más me da. Ojalá que se divierta sin joder al resto. Yo no soy Estados Unidos ni milito en la política pacata y bajuna que se te cuela en el minibar y en las sábanas. Yo no soy la madre de nadie. Yo no soy institutriz ni monja. Yo sólo soy periodista, como otros tantos, y aún no le he perdido el respeto al oficio, aunque hay días en que algunos se empeñan en que así sea.
Si efectivamente se demostrase que el bueno de José Luis se saltó las normas de la pandemia (que ha durado apenas un siglo, pero en los textos de The Objective no se precisa en qué tramo pergeñó sus “correrías”, en qué ola, en qué dichoso día) podríamos empezar a plantearnos que esa información tuviese algo de relevancia. Más: si se demostrase (difícil) que el exministro es putero de fajo, podríamos asumir el choque de valores en el seno de su partido abolicionista y su consecuente expulsión. Ya les digo que nada me gusta menos en esta vida que un abyecto putero. No es que los quiera fuera de la política, es que los quiero naufragando el mediterráneo.
Pero los artículos firmados esta semana no prueban absolutamente nada, sólo lo deslizan, que es la forma más miserable, sibilina y tramposa de amenazar la imagen un ser humano. Cuando todo vale, nada vale. Cuando se inaugura la cacería del chisme y la patraña por un puñado de clics para un medio naciente, pierde toda la profesión periodística. Yo quiero vivir en un país donde lo relevante sea ser decente (en lo legal), no parecerlo (en lo vital). Yo quiero vivir en un país donde el ojo cíclope de la opinión pública no devore hasta nuestras últimas parcelas de privacidad. Yo quiero vivir en un país en el que, si alguien nos espía y anota las copas que bebemos, sea sólo porque nos las va a pagar.
La honorabilidad no tiene nada que ver con los hipotéticos vicios de nadie: la honorabilidad, muy a menudo, tiene que ver con distinguir cuándo merece la pena hablar (sin rebuznos) y cuándo hay que callarse. La honorabilidad es elegir las guerras legítimas. La honorabilidad es huir del fango. En eso consiste el vestirse por los pies.
Me recuerdan estos tiros al poema aquel de Joan Margarit: “Pequeña y faldera, la moral / era una perra de esas que ladran sin cesar, / fea como una rata. Todo el día incordiando, / husmeando al perro lobo de la vida / que, indiferente y fuerte, apenas la miraba”.
Ya saben cómo acaba el cuento: el lobo revienta al perro. Podemos cantarlo en los bares en nuestros instantes disolutos: y si a Ábalos le mola la fiesta, bueno, y qué.