El hombre está sentado en un despacho, viste camisa sport de tonos pastel y mira al objetivo que lo retrata con ese brillo del poderoso, también del páter. Hay en la escena toda una escuela de ciencia política, una tradición si se quiere, que cabalga siglos desde la estatuaria romana, imperial. La luz del guía está esculpida en su rostro, sereno y fuerte, abrigo psicológico para las masas informes (puntuales electores).
Luego aparecen otros detalles, calculados, primorosos: una pantalla de la cual sólo vemos su parte trasera (no toda la información puede darse al vulgo, qué ocurrencia); un libro legal, tocho que es como toga de sabiduría (alta cultura); un bolígrafo que anota históricos contratiempos por resolver (y la gente quejándose por la factura de la luz); la abultada cartera de presidente del Gobierno en primer plano (compárese con la carterita del español medio, sus papelujos insignificantes).
Pero, sobresaliendo el conjunto que describo, hay un elemento solemne. El teléfono.
Si no son ustedes usuarios de Twitter, deben saber que la escena aquí pormenorizada apareció recientemente publicada en dicha red social de la mano de su regio protagonista, Pedro Sánchez Castejón. Y la acompañaba del siguiente texto:
Siguiendo muy de cerca la situación en Ucrania y en permanente contacto con los representantes de la UE y la OTAN, así como con líderes europeos. Es el momento de la diplomacia. Apostamos por la unidad, la distensión, la solidaridad y el diálogo para resolver la crisis con Rusia.
Es esta, sin duda, una bonita forma de afrontar un problema. Cualquiera. Incluso con el fontanero que vino a arreglarnos una cañería, lo dejó todo empantanado para ir a buscar una pieza y nunca volvió. La política, según el tópico, es el arte de lo posible, aunque también, digo yo, la guerra por otros medios.
Y el teléfono, un aparato todavía ineluctable, un símbolo hiperbólico de ambos asuntos humanos. Su presencia, en manos de un gobernante, es tan misteriosa como clara. Ejemplifica el poder, no ya de comunicar (eso lo hace cualquiera agarrándolo y mirando distraído al techo mientras la tía de Segovia, por decir, se explaya sobre el recio frío castellano) sino de ejercerlo soberanamente.
Cuando Francisco Franco veía algo en televisión que no le gustaba, levantaba el auricular y Rosón (a la sazón director de RTVE) se echaba a temblar. O, en un ejemplo más universal, todos conocimos de la existencia, casi fabulosa, de un aparato rojo con línea directa entre el Pentágono (que no la Casa Blanca) y el Kremlin. De aquel encarnado miedo nuclear hizo Stanley Kubrick parodia (Teléfono rojo, volamos hacia Moscú), género que hoy no precisa artistas.
La imagen que nos propone Sánchez en su despacho, con toda la parafernalia antes mencionada, es la de la historicidad. Una suerte de celebración (yo estoy al mando) conectada con el rollo esteta de JFK (la camisa sport, la fotogenia infantiloide).
Por otra parte, el mensaje escrito tampoco merece mayor análisis, está medido por la cautela, sobre todo la que le puede inspirar su dependencia de Podemos. Estos están siempre o en el rancio revival o en el futuro distópico, que es lo que resume el esquizofrénico comunismo del siglo XXI. Su último juguete gastado es el No a la guerra, que ya venía de aquel No a la OTAN, es decir, del más puro nacionalismo rojo.
Alguien pudo pensar, hace ya unos años, que la superación de nuestra guerra civil ocurrió cuando salió Gila al escenario y, teléfono en mano, llamó al enemigo para ver si podían atacar a una hora más conveniente, que no coincidiera con la siesta.
Sin embargo, la vida política española se ha repoblado de plastas melancólicos. De momento, y a pesar de ensombrecer el ambiente, resultan inofensivos, pues más o menos han alcanzado el cielo de una abultada nómina.
Sin embargo, suenan tambores de guerra muy cerca: el Imperio ruso (soviético en tiempos leninistas) desea la reconquista de sus territorios perdidos. Y la izquierda mojigata no lo ve tan mal. Al fin y al cabo se crio en ese concepto del imperialismo que Fontana y demás intelectuales sólo veían en los Estados Unidos y no en el verdadero gran imperio del siglo XX, la URSS.
Pero mientras tanto, Sánchez nos envía una imagen y un mensaje tan anodino como, se presume, lacónico. No sea que vea peligrar el sillón, la cartera y el teléfono.