Otro viaje a Estados Unidos.
Pero esta vez estoy sobre todo en Washington.
Me reciben tres prestigiosos laboratorios de ideas del país: el Atlantic Council, el Middle East Institute y el Hudson Institute.
Me dan audiencia en la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos, dirigida por los senadores Jim Risch (republicano) y Bob Menendez (demócrata).
Luego, en el Congreso, hablo con representantes de la talla del antiguo boina verde, con múltiples condecoraciones, Michael Waltz (republicano), y con el jurista y presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, el demócrata Adam Schiff.
Bill Clinton me ha invitado a hacer un podcast con él.
Hablo ante los miembros de la USAID (Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional), una institución que creó Kennedy en 1961 y que sirve de guía al Gobierno en su labor humanitaria internacional.
Y, por último, gracias a su vicepresidente, Nury Turkel, me entrevistan en la Comisión de Estados Unidos para la Libertad Religiosa Internacional, cuyos 12 miembros, nombrados por la Casa Blanca, el Senado y el Congreso, tienen como misión aportar propuestas dirigidas a los tres ejes del poder.
Soy yo quien, en todas esas ocasiones, toma la palabra.
Lo hago en mi doble condición de investigador sobre el terreno en Afganistán, Ucrania, Nigeria, Irak y Siria. También en nombre de Justice for the Kurds, la ONG de apoyo al pueblo kurdo que creamos aquí en Estados Unidos mi amigo y socio Tom Kaplan y yo.
Tras este maratón de audiencias y conversaciones, me llevo las siguientes impresiones.
Hay consenso en ambos partidos sobre la idea de que la retirada de Afganistán fue un error y que la mejor manera de repararlo sería apoyar al hombre que mejor encarna en estos momentos el rechazo al nuevo orden talibán: Ahmad Masud.
Hay consenso en ambos partidos sobre la idea de que, a pocos días de la inauguración oficial de los Juegos Olímpicos de Pekín, un boicot diplomático sería el minimum minimorum de lo que los amigos de la libertad le deben a la minoría uigur de Xinjiang, que vive amenazada de genocidio.
Parece que sigue existiendo consenso en ambos partidos sobre la idea de que la demostración de fuerza de Vladímir Putin en la frontera de Ucrania es un hecho atroz. Los republicanos lo expresan sin tapujos y se indignan ante las vacilaciones de Joe Biden ante la batalla. Sin embargo, percibo una preocupación casi igual de asertiva en Adam Schiff, pilar de la mayoría demócrata en el Senado, cuando le describo la fragilidad de las filas ucranianas, que recientemente recorrí y que, ante la perspectiva de un Anschluss ruso, no resistirán sin recibir ayuda exterior.
Llego a Estados Unidos al día siguiente del ataque con misiles a Abu Dabi que han reivindicado los aliados hutíes de Irán.
Desarrollo la idea de que, en el peligroso mundo en el que nos estamos adentrando, los aliados de Estados Unidos ya no pueden conformarse, como en los buenos tiempos de la pax americana y el fin de la Historia de Francis Fukuyama, con vagas declaraciones de amistad que los dejarán inermes cuando la amenaza o el ataque lleguen de verdad.
También desarrollo la idea de la imperante necesidad que tienen los países del Golfo de firmar acuerdos defensivos en buena y debida forma. Desarrollo también la idea de que, a menos que nuestros amigos den media vuelta y vayan a China en busca de las garantías de seguridad que nosotros ya no les damos, las democracias deben volver a la época de los tratados bilaterales.
Ahí también percibo una preocupación compartida.
Cuando finalmente pregunto si sabemos lo que estamos diciendo cuando repetimos urbi et orbi que los kurdos son nuestro baluarte contra el Dáesh y los imperios regionales que están renaciendo; o cuando explico que, si quisiéramos ser serios y coherentes con nosotros mismos, la ayuda militar que proporcionamos a estos combatientes de primera línea debería quedar fuera de los azares de las discusiones presupuestarias anuales y consagrarse en el mármol de la ley; ahí tampoco tengo la sensación de estar predicando en el desierto.
Todo esto, lo repito, merecería ser matizado en función de las sensibilidades de cada cual.
Pero vuelvo de este viaje con la convicción de que, paradójicamente, Estados Unidos ha vuelto.
El verdadero.
El noble.
Aquel que nunca es tan grande como cuando es grande para todos los hombres y con el que sueñan en todas las latitudes del mundo los afligidos y los olvidados.
Aquel que dos e incluso tres veces cruzó victorioso el Aqueronte y salvó a Europa del suicidio y que, hoy, siente la misma suerte de responsabilidad ante un mundo que va camino de nuevos abismos.
Dicho de manera resumida: el Estados Unidos que no pretende ceder el paso a los imperios autoritarios chinos, turcos, árabes, persas o rusos, que aprovecharían su desaparición para imponerse en el tablero de una historia universal que está en vías de reiniciarse todavía con más fuerza.
Por desgracia, lo que aún no ha vuelto a su sitio es la Casa Blanca, en la que Joe Biden parece empecinado en cumplir, una por una, las desastrosas promesas de Donald Trump.
La nación está en otro lugar, en todas partes y, en todo caso, en esos espacios de pensamiento, poder y legislación de los que ya decía Tocqueville que eran el corazón palpitante de la democracia estadounidense.
¿Será salvado Estados Unidos (el de los derechos humanos, el europeo y virgiliano, el excepcionalista cuya Ilustración brilla en la cima de la colina de la nueva Jerusalén) por lo que los populistas llaman despectivamente el Estado profundo? ¡Sí! Puede que sea una ironía de la historia. Pero es, en estos instantes, lo que aviva mi esperanza.