En los tiempos de la información inmediata, del hoy y del ahora, se torna difícil entender la aparente lentitud de la ciencia al dar respuestas a las preguntas urgentes. En más de una ocasión he dicho que toda investigación científica se cuece a fuego lento y en las penumbras de un laboratorio sin ruidos. Pero esto parece ser un pasado idóneo que no volverá.
Cuando los resultados del último artículo científico sobre la Covid-19 que hemos publicado se refieren a una comparativa entre las diferentes vacunas aplicadas en España y aún no hemos terminado la experimentación para describir los efectos a medio plazo de la tercera dosis, es apremiante saber si se necesita una cuarta dosis, correlacionar o no la alarma de hepatitis infantil de origen desconocido con la pandemia, si se debe volver al uso de la mascarilla y el etcétera que sabemos abultado.
Quizá te suene a justificación, pero el propósito real es explicarte que, en ocasiones, no por mucho correr se llega antes. Mas, vayamos por partes.
Los anticuerpos producidos debido a la última dosis de la vacuna o por el hecho de haberte contagiado tienen fecha de caducidad. Entre cinco y seis meses después del evento los niveles son ínfimos. Esto hace que la protección inmediata frente a la infección por el virus SARS-CoV-2 disminuya.
De cualquier manera, no todo es oscuro. Recordemos que existe la inmunidad celular que, aunque tarda un poco en activarse, nos defiende y fundamentalmente reduce la gravedad con la que puedes cursar la infección.
Según varios estudios, incluido uno de cosecha propia, este tipo de defensa está presente al menos hasta los siete u ocho meses después de la vacunación. Suponemos que quizá sea igual en caso de la infección, pero no lo hemos confirmado. Con estos datos en las manos, es posible recomendar aplazar una cuarta dosis de la vacuna más allá del verano en la mayoría de la población.
Sin embargo, existen dos grupos a los que debemos analizar por separado: los inmunodeprimidos y los mayores de 80 años.
En los primeros, la recomendación será caso por caso e irá de la mano de su médico.
En los segundos, nuestros mayores, habrá que ir con paso de plomo.
En el aire se respira el temor de una fatiga inmunológica debida a la exposición repetida y en un espacio corto de tiempo a un estímulo, es decir, la vacuna. Este fenómeno podría inducir la no respuesta de sus defensas frente a otros patógenos, lo cual los haría vulnerables a otras infecciones.
Sin embargo, no está clara su ocurrencia en este contexto y deberíamos pensarnos muy bien si dejar a esta población tan frágil sin protección frente al virus es la mejor opción. Lo que sí tengo muy claro es que no debemos eliminar el uso de las mascarillas cuando nos relacionamos con los ancianos de esas venerables edades. Con esta acción reducimos su exposición a este y otros virus que pueden comprometer su salud.
Ahora, tal y como diría una persona muy querida, hago un twist y caigo en un tema realmente preocupante a la par que desconcertante: la alarma de hepatitis infantil de origen desconocido. "¿Qué tiene que ver esto con la Covid-19?" quizá sea la pregunta que te ronda. Te insto a seguir leyéndome para contestarla.
Mucho se está hablando de ello y realmente poco se conoce del fenómeno en cuestión. No es rara la existencia de hepatitis infantil de esta índole. La alarma viene dada por el número de pacientes que se está contabilizando en varios países.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada día se reciben decenas de informes sobre posibles casos de hepatitis infantil de origen desconocido. Con una actualización a fecha 1 de mayo se registran 228 afectados, pero la cifra va en constante aumento. Por ahora, la mayoría se han notificado en Europa, especialmente en el Reino Unido.
En España, hasta el viernes 29 de abril, el Ministerio de Sanidad había detectado 22 casos, 16 de ellos en menores de 11 años. Aparentemente, estos enfermos no tienen vínculo epidemiológico entre ellos.
Existen varias hipótesis que intentan dar una explicación a lo que está ocurriendo. Por una parte se especula con una baja exposición de los niños a distintos patógenos comunes que refuerzan su sistema de defensa. Quienes apuestan por esta hipótesis se basan en la poca interacción que ha tenido esta población debido a las restricciones por la pandemia, en especial el uso de la mascarilla.
Sin embargo, sabemos que el uso de las mascarillas en los niños no ha sido obligatorio en todas las edades, por lo que no me inclino a dar por válida esta opción.
Tampoco es muy creíble un efecto secundario de las vacunas contra la Covid-19, ya que parte de estos niños no habían sido vacunados aún.
Una tercera posibilidad está en la coinfección por adenovirus y el SARS-CoV-2. Los adenovirus por sí solos no suelen causar cuadros de la gravedad que se está observando. Hasta el momento se tiene la certeza que 19 de los casos reportados presentan la coinfección que te mencioné, por lo que me inclino a pensar que existe otro factor en la ecuación por resolver. ¿Será una de las variantes del SARS-CoV-2?
Aunque no se descarta la existencia de un nuevo tipo de adenovirus, dadas las circunstancias pandémicas que vivimos no es descabellado pensar en una "cooperación" entre un adenovirus y la variante ómicron que prevalece.
Por lo pronto, hemos planteado un estudio del estado inmunológico de estos niños y su posible relación con una infección previa con el SARS-CoV-2, un proyecto en ciernes que surgió como surgen las cosas en estos tiempos de la información inmediata: por una conversación vía WhatsApp con la persona que más sabe en España de hepatología infantil, la doctora Paloma Jara. Ambos reconocemos que es un reto para la inmunología lo que está sucediendo y, sobre todo, una urgencia que nos quita el sueño.