Felipe González hizo fortuna definiendo a los expresidentes de gobierno como "jarrones chinos". Avanzando en el escalafón… ¿qué es un exrey? ¿Un moai de la Isla de Pascua obligado a encontrar acomodo en el salón de un piso de 30 metros cuadrados?
La primera visita a España de Juan Carlos I desde su rocambolesca salida del país en agosto de 2020 ha traído al primer plano una realidad incómoda. El chiste fácil pide hablar del elefante en la habitación. Los restos de la fiesta a escondidas de los padres asomando desde su escondite, debajo de la alfombra. Pero la metáfora doméstica más oportuna es la que habla de esas reparaciones pendientes desde hace siglos que se postergan una y otra vez en volandas de la pereza. "Que no se me olvide llamar al fontanero" da paso a "¿por qué no habré llamado al fontanero?" cuando el agua nos inunda.
Algo hay que hacer con la figura del exjefe del Estado. Es un debate complicado y por eso o se deja para mejor ocasión o se apuesta por simplificarlo hasta la caricatura. Sólo consigo visualizar dos posturas enfrentadas.
Una aprovecha la conducta condenable de los últimos años del monarca para hacer una enmienda a la totalidad. No ya al reinado de Juan Carlos I (el artífice de lo que ese sector llama "Régimen del 78" le puso en bandeja la munición para continuar su proyecto de derribo). Sino al concepto de monarquía parlamentaria en sí mismo.
La otra pretende hacer como si los episodios oscuros del padre de Felipe VI nunca hubieran existido. Los logros de las primeras décadas de su reinado son un salvoconducto para el latrocinio. No cabe el reproche. El que vuelve a regatear a Sanxenxo es del mensaje televisado del 23-F. "Lo otro" desapareció como en un flashazo de los men in black.
Urge encontrar una solución que cobije todas estas realidades. Permitir que Juan Carlos vuelva a residir en España aunando el reconocimiento a su labor en la Transición y buena parte de sus años posteriores con la censura –oficial, ¿por qué no?- a los hechos que le han costado todos estos disgustos judiciales, solventados mal que bien sobre todo gracias al marco legal peculiar que le beneficiaba. No hay defensa más eficaz del mejor Juan Carlos I que un enérgico reproche moral a su peor versión.
Cuando se produjo la salida, escribí en Democresia un artículo que pretendía resumir lo que puede sentir alguien de mi generación ante la figura del anterior jefe del Estado. Jugaba a hacer un paralelismo entre su reinado y la flecha de Rebollo en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona. La sensación era que, a raíz de lo confirmado después, ambos habían sido un artificio deslumbrante (pero artificio, al fin y al cabo). Aquí un par de párrafos:
(…) Es precisamente el valor de todo lo conseguido lo que convierte en especialmente intolerable el comportamiento del monarca emérito. Es el afán de conservar los cimientos ante la proximidad de la bola de demolición lo que empuja a alzar la voz contra Juan Carlos, devenido en ese ludópata que se acaba jugando en la ruleta la casa en la que viven sus hijos.
El Rey cesante no entendió que su legado estaba sometido a una evaluación continua. Se desconectó de la realidad del país que reinó 39 años. (Si algo caracterizó el tiempo en el que hubo de ganarse el puesto, fue un olfato muy fino para percibir por dónde respiraba la sociedad española). Mal rodeado e impermeable a los consejos benéficos –si es que los hubo-, desarrolló una obsesión por el dinero que ni el relato más dickensiano de su infancia mísera puede justificar. Es el principal, pero no el único culpable. Fallaron los contrapesos. Se miró para otro lado y se confundió gratitud con cheque en blanco. La falta de experiencia en los usos de una monarquía parlamentaria plenamente democrática dejó sin hacer el trabajo de trazar una guía de manejo elemental de los jefes de Estado.
El problema se ha enquistado en estos casi dos años. El resultado arroja un panorama desolador. Juan Carlos prepara una visita pensada para ofrecer imágenes a medio camino entre Berlanga y Sorrentino. Se ocupa de que todo el país se dé por enterado de la tirantez con su hijo. La familia del Rey aparece dividida en dos bloques. Uno de ellos parece ignorar un axioma tan simple como el de que España no es Mónaco.
Todos tenemos que poner de nuestra parte. Juan Carlos de Borbón debería poder volver a vivir en la capital del Estado del que fue jefe. Si solo viene de visita, tendría que disponer al menos de una cama en la que dormir.
Todo lo acontecido debería hacerle ver que no puede hacer según qué tipo de vida. Se ha filtrado que no va a volver a pedir perdón porque hacerlo por lo del elefante no le ha servido de nada. Como si las disculpas por haber robado dos euros del bote familiar sirvieran a un niño travieso cuando semanas después quema la casa.
El republicanismo español podría afinar un poco mejor sus disparos y dejar las hipérboles para mejor ocasión. Los más aspaventosos defensores del exrey, pararse a pensar si sus aplausos acríticos hacen algún bien a su amigo e incluso a la institución que representa. Y Felipe VI, a la vez eslabón más fuerte y más débil de esta cadena, dar pronto con una propuesta que termine de encontrar encaje a su padre para lo que le quede de vida.
No se llamó a tiempo al fontanero. Pero todavía es posible que el agua no nos llegue al cuello.