Me pasa desde siempre, pero sigue siendo igual de doloroso cada vez que ocurre. Es como una especie de disfunción juvenil difícilmente confesable: no me entran ganas de ir a manifestaciones. Cuando encuentro una causa que me seduce, la miro con un pelín de calma y me topo con alguna vileza.
¡Le encuentro vileza incluso al propósito más noble! Podría dejar el periodismo al dictado de Kapuscinski porque "los cínicos no valen para este oficio". Pero resulta más cómodo, y muchísimo más grato, abrir la libreta y observar.
No hace mucho fui arrasado por un grupo de chavales de mi edad armado de pines, banderas y los mejores deseos para el planeta. Estábamos en el Metro. Pensé en levantarme, pero nada. No funcionó.
Cuando pongo la tele y veo una manifestación vacía, siento consuelo. Nos imagino a todos (los buscadores de vilezas) leyendo una novela, bailando en un concierto o celebrando la amistad en una terraza.
Pero, además de sonreír, intento meterme en las cabezas de los comprometidos. Esto sólo es posible si la manifestación está casi vacía. Porque las cámaras captan los gestos con delicadeza, como si fueran posados. Si la manifestación, en cambio, está llena, el objetivo arroja una marea donde el individuo se diluye en la masa.
Así llegué, con mis aspiraciones freudianas, a los vídeos de la manifestación anti-OTAN. Debo decir que me produjo cierta simpatía. En esta era donde hay que explicarlo todo, incluso los poemas y las canciones, alzo el teclado en favor de los contradictores. Clamaban los miembros del Gobierno contra su propio gobierno.
De los autobuses fletados por el Partido Comunista bajaban esos militantes que creen, como si de un dogma se tratara, que Jesucristo fue el primero de los suyos. "Que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda", dijo el nazareno a sus discípulos. En este caso, el mandato alcanzaba un estadio superior: la mano izquierda no sabe lo que hace la mano izquierda.
Había carteles de cartón. Ciertamente bien hechos. Las manifestaciones, ¡por eso me duele tanto no participar!, son en el fondo un punto de encuentro. Como los partidos de fútbol. La cervecita de antes, la búsqueda del eslogan, la confección.
"No a la guerra", "no al imperialismo". Eran, como poco, igual de viejos que yo siendo tan jóvenes. ¡Cuánto bien hacían aquellos concursos radiofónicos de los años 80! Se pedían lemas y la gente los mandaba por correo postal. Le dejo una idea a Pablo Iglesias. ¿Por qué no resucita esos certámenes a través de su podcast?
Miraba a los anti-OTAN. Los miraba con verdadera devoción. Quería entender. Y ya no es que, como suele ocurrirme, encontrara una pizca de vileza en la causa noble. ¡Es que me pasaba justo al revés! Era incapaz de encontrar un solo argumento de nobleza para derribar la Alianza Atlántica.
Eso mismo ha debido de pasarles a todos los que un día estuvieron en contra y hoy están a favor. Socialistas y comunistas incluidos. Me lo contó Pablo Castellano, el líder del PSOE que más clamó contra la OTAN en 1986: "Su objetivo ya no es provocar una confrontación. Estar en contra hoy es como dejarle al gorila que pegue a la ancianita".
Miraba a los anti-OTAN y no entendía su obsesión por convertir este debate en el eje izquierda-derecha. O en el de (les juro que todavía están en eso) la "lucha de clases". Fíjense, Adolfo Suárez, recordado por el Partido Comunista como miembro de Falange, y no como artífice de la Transición, también estuvo en contra de la OTAN. Tardó muchos años en darse cuenta.
Quizá yo también hubiera estado en contra. Y tú, querido lector. Pero hoy no hay dos bloques y un equilibrio delicado que mantener. O mejor dicho, sí hay dos bloques. Uno es el de la barbarie y otro el de la civilización.
Por supuesto que la OTAN, como cualquier organización social, sufrirá algo de corrupción y de cualquier otra de las enfermedades humanas que nacen al compás de la política. Pero, igual que dijo Churchill de la democracia, "es el remedio menos malo de los conocidos". Una traslación que podemos estirar al capitalismo.
Miraba a los anti-OTAN y pensaba lo complicado que me resulta entender que vivimos en el mismo país, que leemos los mismos periódicos, que vemos las mismas series, que coincidimos en los bares. Les miraba a los ojos y confiaba en que su "no a la guerra" es tan verdadero como el mío. Entonces, ¿qué les pasa?
Esto es una columna, "un artículo de opinión", y debería ser capaz de dar una respuesta, pero no la tengo. He viajado de foto en foto, de vídeo en vídeo, de cántico en cántico, pero no he logrado mi propósito.
En realidad, puede que fuera un propósito inútil. Si los anti-OTAN no estuvieran en el Gobierno, la manifestación no habría existido. Porque ninguno habríamos ido a mirarla. Y una manifestación es como la belleza. Sólo existe cuando tiene alguien que la mire.