Hasta hace bien poco, casi nadie en el mundo sabía quién era Borja Escalona. Sin embargo, un pequeño vídeo grabado por él mismo y con él mismo de prota provocó que hasta la prensa mexicana le hiciera un hueco periodístico. El vídeo en cuestión no tiene un contenido muy interesante, ni es erótico, ni mortal, ni rosa. Sencillamente, se ve a Borja comiendo una empanadilla en un bar de Vigo y anunciando que no piensa pagarla. Que aparezca comiendo es una cosa warholiana, no sé si recuerdan una grabación espantosa en la que Andy se zampaba parsimonioso una hamburguesa y después a aquello lo llamaron “arte”.
Y es que, si todo lo que hacía el rey del pop se convertía en algo artístico (como cuando visitó el museo de El Prado, compró tres postales de Zurbarán y se largó sin visitar ni una sola sala), conviene recordar que de aquellas gracias estos lodos.
La trascendencia tiene los días contados en esta época nuestra. Fíjense que el episodio de la empanadilla movilizó a más de 300.000 usuarios del canal YouTube, donde colgaba nuestro protagonista sus intervenciones. Más de 7.000 personas dejaron para la Historia comentarios de todo tipo y, al final, lograron que la plataforma audiovisual cerrara la cuenta. Y el restaurante vigués ha visto crecer su prestigio estrepitosamente.
He leído por ahí, incluso, que lo ocurrido ha unido a izquierda y derecha. Si esto fuera así, podríamos afirmar con solemnidad que lo que una guerra civil desató, una empanadilla logró resolver.
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Y sin embargo, a Escalona, procurador de tal milagro (la superación de las dos Españas) se le ha condenado a la oscuridad. Y al escarnio: La Voz de Galicia publica que “los usuarios de la conocida web Forocoches han lanzado una colecta para enviar una tonelada de estiércol a la puerta de su casa”.
Y dos clubes de balompié, Valencia y Real Sociedad, pondrán sendas demandas al detectar que la videostar se habría colado en los estadios evitando los controles de seguridad. Puede que en algún momento se le reconozca haber unido por fin a todos los españoles, si bien lo que queda meridiano es el legendario gusto hispano por el garrote y el escarnio público. A día de hoy, reina un silencio borjiano y la nación descansa tras el ostracismo del malhechor.
En el fondo de la cuestión, que podría parecer anecdótica, está la extrañeza del nuevo mundo, que es más etéreo que una empanadilla pero igual de trascendental. Incluso yo, escribiendo este artículo, me veo del todo raro. Sintomático de que quizás no soy un hombre de mi época.
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¿Y cómo es la época?
Echando la vista atrás, antes del actual totalitarismo videográfico, uno tiene el recuerdo de que, de vez en cuando, la pantalla emitía alguna película de John Ford, una obra de teatro barroco, un documental sobre las profundidades del agro español o las diatribas de Alfredo Amestoy, por decir.
El joven de aquellos tiempos podía adentrarse en lo inexplicable de la mano de Fernando Jiménez del Oso, o del misterio gracias a Chicho Ibáñez Serrador. En la naturaleza junto al amigo Félix Rodríguez de la Fuente. En definitiva, se ofrecía al espectador la posibilidad de formarse una sensibilidad que era mera instrucción, palabra ya en desuso.
Las cosas han cambiado mucho. Los púberes de hoy no se interesan ya ni por el parte meteorológico. Se conectan a una plataforma audiovisual para atizarse horas de cháchara informática de cualquier friki, sermones sociopáticos de un grasiento que no sale nunca de su cuarto o partidas de videojuegos de chavales que habrá que ver dentro de unos años, quizás convertidos en lobos solitarios o en papillas de psiquiátrico.
Cuando el dimitido ministro de Universidades, el marxista Manuel Castells, dijo aquello de que “toda la información está en internet”, tenía sentido. Aplicaba la norma de lo que es útil a una sociedad, entendiendo que ni la memoria ni la historia o la filosofía lo son ya. La empanadilla de Borja, su masivo seguimiento y desenlace, la naturaleza estética del asunto, así lo atestiguan. Al fin, un mundo feliz.