Me picaba la curiosidad por la serie más cara de la historia. Así que vamos a darle una oportunidad a Los anillos del poder. No tenía referencia alguna, no había leído ninguna crítica de la misma ni visto el trailer, más allá de saber que se habían gastado una pechá de dólares.
Lo primero que me encuentro es con la mujer-elfo empoderada como protagonista. Bueno, va, esperable. Como siempre, cogen una buena historia cuyo personaje principal es otro y le dan el protagonismo a un personaje femenino en vez de hacer un guion, una narración o un universo exprofeso para la fémina sin necesidad de invertir lo ya creado.
La imaginación de este capitalismo woke no da para generar un nuevo puzle en el que el receptor se tenga que romper la cabeza para unir las piezas, sino que toman puzles ya hechos y les cambian tres o cuatro piezas que, aunque no encajen, fuerzan sus enganches de la manera más artificial posible. No se vaya a molestar un mapuche.
Pero sigo con la serie dirigida, en su comienzo, por J. A. Bayona. Y, como empezaba a temerme, se cierra un plano amplio sobre dos personajes que portan unas cornamentas de alces gigantes y ¡coño, un negro!
Tras pasar estos dos nómadas sale de su camuflaje una comunidad de una suerte de hobbits, pero que no son hobbits, sino pelochos o algo así (esto es como cuando en el Pro Evolution Soccer los de Konami no compraban los derechos del Betis y le llamaban Guadalquivir al equipo).
Y ya a partir de aquí el wokímetro se dispara. ¡El Bilbo Bolsón de la comunidad es afroamericano! Frodo y Sam son dos niñas. Blancos y negros conviven tan idílicamente como en una partitura de James Rhodes, una canción del Gato Pérez o las rayas de la camiseta de la Juventus de Turín.
Y ya estaba yo con la mosca detrás de la oreja de que no hubiese orientales cuando, ¡quia!, la pretendida por el Légolas moreno es mestiza (tiene rasgos taiwaneses) y su hijo parece Ho Chi Minh de niño. ¡Ya estamos todos!
Evidentemente, ahí ya, entre el bochorno y la carcajada, dejé la serie y me acosté a leer a Vila-Matas. No quise esperar a ver los enanos nativos americanos, los orcos trans, los no-muertos no-binarios, Sméagol diagnosticado de trastorno de la personalidad múltiple y ansiedad social, nazgul veganos o Rohan declarada como "ciudad libre de violencia de género".
Reflexioné, ya abrazado a la almohada, sobre esa manera de prostituir la obra de Tolkien.
O sea, han trasladado sus vergonzosos conflictos identitarios del primer mundo, los dichosos complejitos de los puritanos WASP, al universo tolkieniano.
Si ya en la Tierra Media elfos y enanos no se pueden ver, los hombres recelan de los elfos y viceversa, y los hobbits gustan de vivir más aislados que las comunidades amish (¡la Comarca se llama Bolsón Cerrado!), explíquenme cómo se ha impuesto una falsa convivencia armónica de las razas del planeta Tierra a la desconfianza que impera entre las razas autóctonas del universo tolkieniano.
Es decir, se ha proyectado una utopía woke (la de United Colors of Benetton) sobre un mundo imaginario, con la limitación que eso conlleva. Haciendo de la obra de Tolkien un palimpsesto.
El cosmos infinito salido de la prodigiosa cabeza del autor de El hobbit ha sido sometido, jibarizado, reducido a la cortedad del pensamiento políticamente correcto. Se ha intentado comprimir un océano en una pecera.
A ver quién le explica a los señores de Amazon que las razas de la Tierra Media son enanos, elfos, hobbits, hombres, magos, orcos y compañía. Que ahí no existen blancos, negros, amarillos ni rojos. Que no caben los Altos Elfos de Rivendel con ascendencia nigeriana, ni la emigración coreana llegó a La Comarca.
¡No hay micromachismos en Mordor!
¡Sauron no hace mansplaining!
Al hilo, Enrique García-Máiquez, en una tribuna publicada en EL ESPAÑOL (Cinco lecciones de J.R.R. Tolkien) decía lo que sigue:
"Se diría que el rocoso conservador que fue Tolkien regaló a las derechas variopintas de diversas marcas una imagen muy poderosa, que recorre toda la saga. Los distintos pueblos de la Tierra Media se ignoran o desconfían entre sí o incluso se odian, como los enanos y los elfos. Sin embargo, ante la amenaza de Sauron no les queda más remedio que aparcar u olvidar sus diferencias para defenderse hombro con hombro".
Quizás esta lectura alegórica de la obra, o la biografía del propio escritor sudafricano, sea lo que más fastidie a la doxa progresista hegemónica, que pretende con sus orejeras morales hacer papilla con una de las grandes epopeyas contemporáneas.
Es lógico que, con este panorama, los de HBO se estén planteando pasarse por el forro lo de las cuotas raciales, étnicas y sexuales en las ficciones.
La verosimilitud y la naturalidad de estas historias, que tienen que encajar porcentajes con calzador, se resiente notablemente.
Quien quiera ver Euphoria o Batwoman, adelante, ahí las tienen. Pero a nosotros, la-gente-normal-que-sólo-queremos-echar-un-buen-rato, dennos más Succession. Y, por favor, no conviertan El Señor de los Anillos en Los Bridgerton.
PD: Gracias a este asunto me he interesado por la figura de Tolkien. Y qué sorpresa al enterarme (sí, ya sé que esto lo sabían todos menos yo) de que su tutor y "segundo padre" fue el Tío Curro, sacerdote natural de El Puerto de Santa María, quien tendría no poca influencia en su magna obra: dicen que es Gandalf.