He pensado estos días en el campo de concentración de Terezín, a orillas de Praga. Y en lo que allí sucedió un día de junio de 1944. Maurice Rossel, un delegado de Cruz Roja, visitó aquel lugar para escribir un informe. Había empezado a trascender lo que sucedía con los judíos. Se oía hablar de trenes y asesinatos. Convenció a las autoridades del Tercer Reich para que le dejaran mirar y escribir.
El tren fue la primera pista. Me lo contó el profesor Milslinski, que sentado conmigo un día lluvioso tenía cien años y en 1944 ya calzaba veintitantos. De pronto, a las afueras de su pueblo, vio un tren. Luego escuchó: “Se llevan a los judíos”. Pero incluso en aquella tiranía lo que se empezaba a intuir sonaba inverosímil.
Así que Rossel fue a Terezín para investigar. Lo recibieron las autoridades del campo con aparente normalidad. Sin él saberlo, los judíos habían adecentado la cárcel a contrarreloj. Tanto que no parecía una cárcel. Hubo ópera, teatro… y un partido de fútbol. Rossel quedó encantado. Los judíos “vivían casi con total normalidad y estaban bien alimentados”.
Otro tanto parecen haber suscrito los líderes de la FIFA sobre los qatarís: “Dicen que aquí lapidan a las mujeres, esclavizan a los hombres y persiguen a los homosexuales, pero no es cierto. Viven casi con total normalidad”.
He pensado estos días en Terezín porque, a diferencia de Rossel, los jerarcas de la FIFA conocían lo que ocurre en Qatar incluso antes de redactar su informe, que en este caso, además, lleva forma de contrato millonario.
No creo que sea eficaz aislar a los pueblos que padecen regímenes totalitarios. Viajar allí, hacer negocios con sus gentes e instalar nuestras empresas en sus ciudades tiene un efecto positivo: la sociedad en cuestión ve muy de cerca que otro mundo es posible y los autócratas quedan retratados.
Pero sólo se logra ese efecto si se interponen condiciones. Unas condiciones que obliguen, en este caso a los emires de Qatar, a adentrarse en el mundo de los Derechos Humanos. Sin embargo, lejos de ser eso lo que ocurre, estamos viendo lo contrario: estadios construidos con esclavos y una mujer con el rostro cubierto para abrir el baile. La satrapía de Qatar se blanquea en todas las televisiones del mundo en plena connivencia con la FIFA.
Hace ya siglos que Dios le dio la mano al dinero por encima de todas las cosas: basta con mirar al Vaticano. Eso fue lo que ocurrió en la inauguración del Mundial, cuando Morgan Freeman –el actor que mejor hace de Dios– estiró su dedo hasta casi rozar el de un jeque, en un oscuro remedo de la Creación de Miguel Ángel.
Hay algo raro en este Mundial. Resulta difícil de describir: es la música que lo acompaña. La tele, la radio, los periódicos, la calle. No se parece a Sudáfrica. Lo veremos, lo disfrutaremos, pero lo haremos como el que tiene mucha sed y se atraganta bebiendo agua; como el que tiene ganas de estornudar y de repente no puede.
Pero por supuesto que lo veremos. ¡Sólo faltaba! La FIFA podrá humillar a la sociedad, pero jamás le podrá robar el fútbol. No creo en las revoluciones, me dan miedo las tablas rasas y el final de la Historia. Lo digo porque no creo que haya que destruir la FIFA, sino cambiarla desde dentro, de arriba abajo.
Y por si eso ocurriera, anoto aquí un final tan poético como absurdo. Ya que se trata de un deporte millonario, que la nueva FIFA –¡ven pronto!– financie un día la resistencia democrática al régimen de Qatar. La deuda quedó adquirida en cuanto se firmó el contrato del Mundial.