Hace unos días, en un encuentro con jóvenes estudiantes de periodismo, Ada Colau hizo llorar a una chica. La pobre le había preguntado si "la ropa más formal (que ahora lleva quien antes vestía con camisetas reivindicativas) refleja a lo mejor una moderación de ideas o una maduración política". "Entiendo la intención de la pregunta, respondió la alcaldesa, pero a mí me sabe mal que una mujer me pregunte sobre mi forma de vestir y no responderé. Me visto como me da la gana".
Después del acto, y pasado ya el disgusto, la chica quiso explicarse y aclarar que la pregunta estaba hecha con todo el respeto y con la más normal de las admiraciones. Pero es que no sólo es un grave error deontológico (tanto el primer llanto como el posterior lloriqueo), sino que era innecesario. Colau sabía perfectamente que la pregunta estaba hecha con la mejor de las intenciones y por eso se negó a responderla.
Porque la pregunta era pertinente y porque la respuesta era evidente. Y es que sí. Que Colau ha cambiado de ropa y ha cambiado de ideología. O, mejor dicho, que Colau ha cambiado de ropa y ha empezado a vestirse como creen sus asesores que debe vestirse una pijaprogre barcelonesa, porque ha abandonado la ideología revolucionaria que la llevó al poder para abrazar el decadentismo socialdemócrata que la mantendrá en él.
Colau es, por mucho que le pese, por mucho que le moleste que se lo recuerden, una dirigente socialdemócrata más. Por eso conserva el puesto, por eso ostenta el poder de no responder las preguntas incómodas, y por eso tiene todavía y contra toda lógica aparente posibilidades de volver a ganarle unas elecciones a Trias y de perpetuarse en el cargo.
Si Colau no responde es porque la verdad duele y es más fea que sus antiguos disfraces. Pero es, sobre todo, porque la lucha del poderoso es evitar que se la recuerden.
Pero la pregunta estaba hecha desde ese ambiente periodístico que establecieron las fuerzas del cambio en el cual las discusiones interesantes ya no eran sobre impuestos, ni sistema de pensiones, ni política internacional, ni ninguna de esas marcianadas de señoros en corbata. Sino sobre las camisetas de Colau, la coleta de Iglesias, las zapatillas o babuchas de los demás revolucionarios y demás. Donde todo era político y debía ser politizado hasta que llegaron al poder y todo fue machismo que debía ser silenciado.
Eso es todo lo que ha pasado. Que el mismo discurso que desde la oposición servía para cuestionar sirve ahora, desde el poder, para acallar. Y estas preguntas tan pertinentes y bienintencionadas que antes sólo hacían los periodistas valientes ahora, simplemente, ya no tocan. Que aquí, como en ese anuncio de los padres maltratadores, ya no hay nada que ver.
Nada que ver y nada que decir porque a ver quién se atreve. Y esa es la desgracia de Colau y de un anuncio que parece tan extemporáneo que cuesta imaginar que haya en España cinco padres dispuestos a mirar a cámara y decirnos a nosotros, pobres buenazos, que ellos hacen llorar a sus hijos porque les da la gana.
Como hicieron con la ley del 'sí es sí', justificada por el atávico machismo en el que se suponía que vivía todavía la sociedad española, tienen ahora que inventarse una sociedad de padres violentos para presumir de bondad, modernidad y agenda legislativa.
Es como si estos lechuzos siempre llegasen tarde a los grandes cambios sociales, justo a tiempo para estampar su firma al final de la historia y asegurarse de que nadie más moderno pueda añadir ni una triste nota al pie de página. Todos sus discursos moralistas y sus indignados aspavientos son inútiles para sancionar al opositor, que ya ven, pero sirven para recordarle al buenazo que no se tolerará ni una insinuación de enmienda.
Se trata ya, y esta es en realidad nuestra esperanza, porque suele ser el preludio de la caída, de un "prietas las filas". De que cualquier pequeña duda es alta traición.
Es justo y necesario decir que, al finalizar el acto, Colau se acercó a consolar a la afectada periodista. Lo dejaron claro las dos y lo dejan claro las crónicas. Lo que no consta, ni en claro ni en oscuro, es que Colau aprovechase ese último abrazo de osito para responder a la bienintencionada pregunta.
Y no consta porque al final, como al principio, de lo que se trataba era de politizar el dolor. Preferiblemente, el dolor ajeno.