Tal día como hoy, el 20 de diciembre de 2015, voté por primera vez, a la edad de 24, en unas elecciones generales. Lo hice por Ciudadanos. Pude haberme estrenado como elector en las anteriores de 2011, pero mi interés político entonces era comparable al del español medio por la liga eslovaca de hockey sobre hielo.
Aquel 20 de diciembre se materializó la revolución política, fruto de la corrupción y del tedio del turnismo bipartidista, con la imponente entrada en el Congreso de dos nuevos actores políticos que cabalgaban a hombros de la juventud: Podemos (con 69 escaños) y Ciudadanos (con 40). Partidos que llevaban año y medio copando los medios de comunicación (lo atractivo y lo novedoso es lo que vende) desde que a finales de mayo de 2014 consiguiesen representación en el Parlamento Europeo.
[Es cierto que Ciudadanos llevaba ya casi una década guerreando en solitario en Cataluña contra nacionalistas e independentistas. Sin embargo, con el salto al panorama nacional hay un punto y aparte entre Ciutadans y Ciudadanos].
Han pasado siete años que parecen siete lustros por la intensa actividad política vivida desde entonces. Una abdicación real (poco antes, pero por mor del ruido de la cuchilla guillotinera que afilaba Podemos), un referéndum ilegal, un golpe de Estado (que duró un microsegundo en el metaverso), una moción de censura, constantes performances parlamentarias (que tienen en Gabriel Rufián a su máximo exponente), un fin de régimen en Andalucía y etcétera.
Con la llegada de estos dos nuevos actores, a los que más adelante se sumaría Vox, la política española cambió de forma irreversible. De un turnismo funcionarial con políticos del siglo XX se pasó a un show de pasiones teatrales, a la espectacularización de la política como si esta fuese un serial adolescente de Netflix. De los 350 diputados a los 280 caracteres. De Rubalcaba y Rajoy a Echenique y Cantó.
Una espectacularización que uno, en su faceta de periodista, no podía dejar de agradecer (¡cuántos nos hicimos columnistas al calor de aquellos fuegos!).
Como ciudadano, yo sospechaba que disfrutar de una sesión de control en el Congreso como si se tratase del reality show de moda era una anomalía y una ruina para la democracia. La política tiene que ser aburrida. Y si no es así, la cosa no va en serio.
Es cierto (aunque hoy todavía sobreviven con respiración asistida) que ambos proyectos se quemaron pronto por ser plataformas personalistas y coyunturales. Así, a Ciudadanos y Podemos les llegó la sentencia de muerte cinco años después de su irrupción en la política española con las elecciones del 10 de noviembre de 2019, cuando el partido de Rivera se quedó en diez escaños y el de Iglesias, en 35.
Albert Rivera se despidió de la política a la mañana siguiente. Pablo Iglesias, al que de purito rebote le cayó la vicepresidencia, no se cortó la coleta política hasta un año y medio después, a sabiendas de que su criatura estaba más que amortizada.
Pasaron los actores de esta transición, pero su manera de hacer ha quedado en el Congreso. Dejaron cosas buenas. El acercamiento de la juventud a una política que estaba anquilosada, la mayor vigilancia y menor permisividad ante la corrupción, o la renovación de los políticos gracias a las limitaciones de mandato y los procesos "democráticos" intrapartidistas.
También, evidentemente, dejaron elementos negativos. Podemos inoculó el virus de la podemización, que no es otra cosa que valerse de recursos populistas y demagógicos, embarrar el terreno de juego y exhumar el relato de las dos Españas. Recuerdo una frase muy certera de Nicolás Redondo Terreros: "Si jugamos a Podemos, gana Podemos".
Y así fue. Por un lado, esta podemización generó el caldo de cultivo perfecto para una asonada independentista en Cataluña; para la entrada en escena de Vox, su némesis; y para que un oportunista sin escrúpulos que pasaba por allí, un tal Pedro Sánchez, vaciara de contenido el pellejo del PSOE para rellenarlo con las vísceras que Iglesias había expuesto sobre el atril del Congreso y las mesas de los platós televisivos.
En cuanto al legado de Ciudadanos (que Arrimadas y Bal sólo gozan en usufructo), ha habido gente inteligente a derecha e izquierda que ha sabido recogerlo. O que, al menos, ha preguntado por la herencia naranja en la notaría.
Así, hay dos tipos con mando en plaza en dos comunidades del sur de España. Uno en nombre del PP y otro en el del PSOE. Pero los dos a la manera de Ciudadanos: Juan Manuel Moreno y Emiliano García-Page.
En 2023 será la quinta vez que acuda a las urnas en unas generales y la primera ocasión que votaré a un partido distinto a Ciudadanos. Lo haré con la relativa madurez de los 32 años, con esa misma enseñanza vital por la que he sabido que para encontrar una compañera no hace falta estar enamorado. Basta con que sea medio mona, buena gente, que tenga un par de lecturas, que no crea en el horóscopo y que no haga crossfit.
Con esto quiero decir que yo y tantos otros que en su día votamos con ilusión a Ciudadanos pensamos darle un voto de confianza al PP de Feijóo, a falta de alternativas mejores. Yo al menos iré a votar como se debe ir, como un adulto. Sin apasionamientos, como el ciudadano que cumple con su deber de sacar la basura.
Como el que va a hacer unos papeles.
Porque si Sánchez acogió a Podemos en el PSOE a consta de cambiar el ideario de un partido histórico por el de cuatro chalados de la Complutense, Feijóo ha de ser inteligente y salvar los restos del naufragio de Ciudadanos aprovechando todo lo bueno que dejó este partido para henchir las velas populares. Dejarse llevar por los cantos de sirena de Vox sería jugar a Podemos, y ahí ya sabemos quién gana.