Tengo cuatro hijos, y aunque tres de ellos pasan ya de los veinte años ninguno es económicamente independiente, por lo que mantenemos la consideración legal de familia numerosa. Eso nos da algunas ventajas (no demasiadas, a decir verdad), como rebajas en las tasas de la enseñanza pública, transportes o entradas en museos.
Me parece razonable que se ayude de esta forma, en un país de tan escasa natalidad, a quienes asumen el esfuerzo de criar a un número de hijos superior a la media. Por eso no considero vergonzante aprovechar tales beneficios.
También he hecho alguna inversión que puede acogerse con arreglo a la ley a ciertas ayudas públicas, como la instalación de paneles solares, y dada su cuantía, y teniendo en cuenta que la mitad de lo que perciba (si es que algún día se me concede y se me abona) me tocará devolverlo a través de mi IRPF, tampoco me ha parecido improcedente ni deshonroso solicitarlas.
Ahora bien, aun pudiendo igualmente hacerlo con arreglo a la ley vigente, nunca se me ha pasado por la cabeza reclamar el bono social para la electricidad ni el bono térmico. Y no porque no me conviniera percibirlos, sino porque nunca me pareció que alguien con mi nivel de renta debiera optar a unas ayudas que están concebidas para personas que afrontan riesgos que a mí no me acucian: el de no poder pagar la luz o el de pasar frío.
Añádase que conozco a personas expuestas a ese riesgo, porque la factura energética devora una porción enorme de sus ingresos y no pueden poner la calefacción, y que sin embargo, por pasarse del umbral de renta, no reciben el bono. Llámenme idiota, pero no puedo beneficiarme de algo que no me hace falta mientras me consta que hay quien lo necesita y se le deniega.
Los casos conocidos esta semana de dos políticos de signo opuesto y elevado patrimonio que cobran el bono térmico y antes el otro no representan ningún comportamiento ilegal, tampoco ilegítimo ni contrario a la decencia. Quien hace lo que las leyes le permiten no puede ser objeto de reproche moral alguno.
Tampoco puede recriminárseles que perciban el bono a las muchas familias numerosas con ingresos desahogados que a la fecha continúan beneficiándose de él: quienes las sacan adelante no hicieron otra cosa que aprovechar las posibilidades que se les ofrecen para sobrellevar una carga que no por asumible para ellas deja de suponer un esfuerzo que quienes no procrearon (o procrearon menos) desconocen y no tienen que afrontar.
Sentado lo anterior, lo que parece evidente es que estos dos políticos no nos han dado un ejemplo rutilante de solidaridad con la ciudadanía a la que representan. Y algo de ejemplaridad conviene al servicio público, al menos si quien lo ejerce aspira a ser depositario de la confianza de quienes lo sostienen. Aunque quizá esta presión, como todo en la vida, vaya por barrios.
[El marido de Mónica García cobró la misma ayuda por la que ella pide la dimisión de Ossorio]
Puede apreciarse en la tranquilidad con la que el político de derechas reconoce cobrar la ayuda (y hasta presume de ello), y el bochorno, más que notorio, con el que la líder de izquierdas admite haberse visto pillada en falta. Quizá porque ambos saben que el precio electoral de estas actitudes, dependiendo de quien te vote y lo que suelas predicar, no es exactamente el mismo.
Habrá quien argumente que es injusto que hechos idénticos penalicen de modo distinto a uno y a otro; pero es lo que hay y contra la realidad es inútil irritarse. Más vale aceptarla y tratar de ser coherente con ella, si no quieres acabar lamentándolo.
Con todo, lo peor de esta historia es su resultado previsible: muchas familias numerosas perderán el bono, por dos políticos que no supieron dejar de rebañar sus posibilidades. Y a lo mejor (o con toda seguridad) entre las que lo pierdan se contará más de una que no podía permitirse prescindir de ese beneficio.